sábado, 7 de mayo de 2022

El mundo histórico: fragmentos de hermenéutica / Ángel A. Fernández *

En lugar de echar mano del concepto de historia como sucesión de hechos, eventos o acciones ubicadas en el espacio y en el tiempo, Wilhelm Dilthey prefiere el exquisito y estético concepto de mundo histórico. Con esta estrategia teórica ha dado un paso trascendental para la fundamentación de las ciencias del espíritu, por cuanto ha introducido el concepto de Mundo que está habitado por un principio complejo. El término mundo ya implica sentido. En efecto, “mundo histórico” ofrece diversos planos de significación. En un nivel empírico o de “positividades” se puede identificar los hechos o acciones históricas en su dimensión “objetiva”, como mundo de los “objetos” o creaciones históricas. En otro registro pero de capital significación se encuentra el mundo subjetivo o de las conexiones psíquicas de los individuos que a partir de sus “vivencias” hacen las más diversas interpretaciones. Mas, coordinar acciones a través de la mediación del lenguaje supone la intersubjetividad como bisagra maestra para construir mundo histórico. En el proceso de comprensión de los acontecimientos humanos ocupan un papel importante nuestras vivencias, pues en las ciencias del espíritu los hechos se presentan “desde adentro” en la vida anímica. No obstante, la simple apelación a las vivencias no basta para aferrar el contenido de la historia. Es necesario además hacer hermenéutica filosófica que implica, por una parte, indagar en los textos o mensajes heredados de la tradición; y, por la otra, hace valer el juicio histórico con base en cierto marco teórico y valorativo inseparable del espíritu pensante que investiga. Parece claro que se trata de aferrar el espíritu o las motivaciones espirituales de las distintas objetividades del ambiente histórico como expresión de manifestaciones de vida, sean Estados, iglesias, guerras, naciones, movimientos, creaciones culturales etc., para fijar la formación de sentido. Y ello demanda transitar el pasaje de la psicología hacia la hermenéutica que implica hallar los nexos de ideas, los lazos del lenguaje, examinando los mensajes que nos llegan y que demandan ser comprendidos. De allí el entronque nodal con el universo pragmático-semántico de las comunidades históricas para hacer realidad la comunicación entre el individuo (unidad psicofísica) con el mundo “de los otros” que producen y constituyen sentido, porque >queda implicada la intersubjetividad, la relación comunicativa con otros individuos y, por tanto, la noción de mundo compartido (Estado, familia, iglesia, instituciones, arte, filosofía, ciencia) que supone un mundo simbólico. En consecuencia, el concepto de mundo histórico, tal como se desprende de la filosofía de Dilthey, condensa componentes positivos al lado de elementos subjetivos e intersubjetivos, pero además integra elementos teóricos e ideológicos porque asume, consustancial con su postura hermenéutica, las concepciones o visiones que se tienen acerca de ese mundo. El punto de arranque es la “vivencia” porque opera como una estructura de significación. La vivencia está repleta de significado y al conectarse con otras vivencias reconstruye un tejido semiótico que sirve de enganche para penetrar e interpretar en el mundo histórico. Dilthey encara explícitamente que si los “objetos” de las ciencias naturales privilegian los fenómenos físicos en sus relaciones causa/efecto condensadas en leyes universales, entonces las ciencias humanas, como rasgo sustancial de diferenciación, deben aprehender las motivaciones espirituales. Por eso, mientras en las ciencias naturales prima la explicación (Erklären), en las ciencias del espíritu lo fundamental es la comprensión (Verstehen) destinada a captar el espíritu y sentido de los productos de la cultura humana, desde costumbres, mitos, leyes, valores hasta obras de arte y sistemas de pensamiento. En el estudio de lo humano es esencial aferrar el espíritu, los hilos invisibles de tipo espiritual que animan el movimiento de las objetividades que se forman en el mundo histórico condensados como nexos de lenguaje, para activar la empresa hermenéutica en pos de arribar a la comprensión de las “formaciones de sentido”. El mundo histórico es el lugar de los acontecimientos humanos como expresiones de vida, es el lugar del lenguaje y de la acción; es el bosque por donde se desplaza la trama de intereses y de poder, campo de pulsiones y de relaciones de fuerza, territorio de las guerras entre estados; asimismo es lugar de la intersubjetividad, espacio de comunicación y de “acuerdos”, mundo bizarro y agonal, pero a la vez campo de invención, creación e imaginación. Mundo de hechos pero también mundo de símbolos y de lenguaje, mundo de acciones pero también de explicaciones, racionalizaciones y teorías. Se trata de un mundo en el cual un gesto o una palabra pueden generar un campo de irradiación capaz de producir cambios y modificaciones en el tegumento social. El mundo histórico es el elemento y ambiente de lo meramente humano con su mezcla de componentes racionales e irracionales. Es el medio para la acción pero también para la palabra que es, a su vez, acción, acto de habla o acción comunicativa. El mundo histórico se presenta también como campo estratégico del discurso, el ardid retórico tiene allí su lugar; la manipulación, el engaño, la intriga, el envite ideológico, encuentran un campo fértil para su expansión, puesto que la propiedad psíquica de lo humano lo alimenta con sus pasiones e intereses. Dilthey echa mano a la noción hegeliana de “espíritu objetivo” pero no lo hace para mostrar el aporte de Hegel a las concepciones de la historia, ¡no! Lo hace para producir el desplazamiento de la psicología a la hermenéutica, para dar el paso de la dimensión psíquica hacia el mundo histórico que es el ámbito donde se produce y se constituye el sentido. En efecto, el mundo histórico en cuanta condensación de Estado, leyes, instituciones, costumbres, cultura, arte, ciencia, etc., configura el entramado simbólico que hacen posible las “conexiones significativas” en un marco de temporalidad. Por tanto, ese mundo humano pleno de “vida histórica”, vida política o estética, constituye el lecho pragmático-semántico que hace visibles las claves para poner en marcha el proceso de comprensión hermenéutica. Entonces, la vivencia queda en buena compañía porque la “puesta en escena” de la escritura, el texto, el documento con su caudal de “mensajes” referido a comunidades discursivas concretas, abre las posibilidades de la interpretación en un contexto de sentido alimentado por sujetos de lenguaje y acción. *Investigador en Historia y Filosofía de la ciencia. *Profesor de Postgrado Para seguir leyendo: Dilthey, Wilhelm. (1944). El mundo histórico. Edit. Fondo de Cultura Económica. México. --------------------- (1944). Introducción a las ciencias del espíritu. Edit. F.C.E. México. Hegel, G. W. F. (1983). Fenomenología del Espíritu. Edit. Fondo de Cultura Económica. México.

jueves, 5 de mayo de 2022

NICOLÁS MAQUIAVELO: LA HISTORIA COMO UNA ESCUELA PARA LA TEORÍA DEL PODER /Angel A. Fernández

Nicolás Maquiavelo: La historia como escuela para una teoría del poder Ángel Américo Fernández El mismo año 1469 en que Pedro el Gotoso pasa a mejor vida y en que Lorenzo, que habrían de llamar el Magnífico le sucedió, nació en Florencia un 3 de mayo Niccolo di Bernardo dei Machiavelli en el seno de una familia de clase media ligada a profesiones liberales, pues eran escribas de empleos modestos pero amantes de la cultura y de la libertad de espíritu. El hombre, el autor que la posteridad conocería sencillamente como Maquiavelo, según el buen decir de sus biógrafos, en su juventud emprendió lecturas de los antiguos y modernos, de los historiadores y poetas. Su trayectoria profesional lo ubica en los cuadros de la burocracia en la República de Florencia ligado desde sus comienzos en los asuntos y oficios de la cancillería. El abordaje de la obra de Maquiavelo, en especial su teoría del poder con base en acontecimientos claves de la historia, exige necesariamente una hermenéutica del contexto. Y en este sentido, se debe apuntar que la situación política de Italia en el siglo XV estuvo signada por desgarramientos intestinos, guerras civiles, corrupción y degeneración política que trituraban el orgullo de la vieja herencia romana. La realidad italiana de esa época de transición era la de de un polvareda de principados efímeros. “En torno a cuatro ejes fijos –Roma, Venecia, Milán, Florencia- había una multitud de de Estados proliferando, pululando, pudriéndose, haciéndose, deshaciéndose, rehaciéndose, con ayuda, la más veces, de los extranjeros, franceses y españoles, que habían invadido Italia”. (Chevallier, 1977, p.6). Este es el contexto histórico en que le toca reflexionar a Maquiavelo, época desgarrada de heridas profundas para la italianidad. Era común que en medio de aquellas luchas, tanto Roma como también otras repúblicas y principados, apelaran a ejércitos mercenarios para ejecutar sus guerras, los cuales a menudo traicionaban al Estado contratante, retardaban la guerra de acuerdo a sus intereses y, no era extraño incluso que se aliaran con ejércitos extranjeros si les resultaba provechosos de acuerdo a sus cálculos crematísticos. En aquella Italia dividida, disgregada en un polvo de repúblicas y principados, agitada por guerras incesantes, puesto que los movimientos brownianos [caóticos] de esas partículas de Estado las arrojaban sin cesar unas contra otras. Este mosaico, que, de haber sido estable, habría podido conformar una figura azas bella y armoniosa, se encontraba pues en perpetua reorganización. Se luchaba por la posesión de un castillo, una colina, un puente o un puerto, o simplemente por el placer de luchar, y porque no había nada mejor que hacer. En cuanto se restablecía el equilibrio entre dos Estados, una nueva guerra volvía a cuestionarlo todo (Brion, Marcel, 2005, p.29). De esta manera se asiste en términos históricos a la patente paradoja de un esplendor intelectual y artístico conocido como “Renacimiento” coexistiendo al lado de una abominable degeneración política. El “país” estaba desmembrado, completamente dividido en principados y repúblicas de opereta, donde no fueron pocas las ocasiones en que el poder era alcanzado por un condottieri; figura nefasta y siniestra, mitad comerciante, mitad jefe militar, que resume muy bien la descomposición del territorio itálico en el paso del siglo XV/XVI. Las circunstancias históricas mostraban además otro contraste en el mapa europeo: mientras Italia estaba plagada de corrupción, atomización y de guerras intestinas, otras naciones como España, Inglaterra y Francia había alcanzado la unidad política y se habían convertido en Estados Nacionales. Maquiavelo admiraba esos procesos políticos de unidad nacional, en tanto tenía la dolorosa vivencia de cómo Italia se desgarraba en medio de la anarquía, la ruinosa lucha de partidos y el saqueo de las ciudades italianas por ejércitos españoles y franceses. Las ciudades italianas con su atomización y con sus pequeños ejércitos mercenarios eran incapaces de poner dique a la marea. (Kahler, E. 1973, p.285). Estas son las circunstancias históricas y de contorno que sirven al propósito de ubicar la reflexión teórica de Maquiavelo, desentrañar los motivos espirituales de su obra –para usar una frase de Dilthey-, explicar los objetivos que se ha planteado el escritor. Puesto que a Maquiavelo se lo ha leído simplemente como un apologeta de la monarquía absoluta, y la cosa no es tan expedita, hay que dar un rodeo bastante extenso y, sobre todo, auscultar en la subjetividad del gran pensador. Ciertamente, Maquiavelo clama por un príncipe, pero eso debe vincularse a la Italia de su época desintegrada y corrupta, plagada de luchas intestinas, pisoteada por ejércitos extranjeros, y que se ha hecho presa de esos comerciantes de la guerra que son los condottieri, muchos de los cuales después de sus abominables comienzos mercantiles arribaron al poder. Maquiavelo quiere a una Italia convertida en un Estado nacional. Maquiavelo, ha puesto en la balanza la constatación histórica de que si gobiernos republicanos no han servido para lograr en Italia la unidad política, entonces se requiere una monarquía tiránica para consolidar un Estado. Un príncipe lleno de recursos, capaz de tomar decisiones drásticas sin atender coordenadas religiosas o morales es lo que se necesita para la creación de un Estado nacional italiano. Esa es la profunda motivación espiritual que orienta la médula de la construcción de su teoría del poder. En una entonación casi aristotélica declara el hilo metódico conductor de su obra en forma de grandes preguntas, pues se propone investigar “Cuál es la esencia de los principados, de cuántas clases los hay, cómo se adquieren, cómo se conservan y por qué se pierden”. Maquiavelo comienza su reflexión teórica abordando los distintos tipos de principados. Apunta el autor que hay principados hereditarios, otros son completamente principados nuevos; pero hay otros constituidos como “agregados” o anexiones al estado hereditario”. Explica el autor que el estado hereditario con su anexión territorial de nueva cuenta (principado nuevo) forma un híbrido que conviene en denominar principado mixto. Asimismo estima que los estados hereditarios son estables por el peso de la tradición. Un estado hereditario es fácil de gobernar y no reviste ningún problema para el príncipe. “basta con no cambiar el orden de las cosas establecido por los antepasados y con saber contemporizar con los acontecimientos, si el príncipe tiene una mediana habilidad, conservará sus estados... (p.7). El monto, variedad y complejidad de los problemas aumenta cuando se trata de conservar el poder en los principados mixtos. En este caso el príncipe debe apelar a toda su inteligencia, debe hilar fino para evitar las fuerzas que pueden llevarle a la ruina. En este punto Maquiavelo diseña un código práctico de recetas, prescripciones y cursos de acción para que el príncipe pueda afianzar su poder en aras de garantizar la conservación del estado. En este sentido destaca su preferencia por fundar colonias en lugar de mantener ejércitos de ocupación costosos que generan el odio de los habitantes. Para el caso de una provincia distante y diferente de sus antiguos estados, convertirse en jefe y protector de los príncipes vecinos que no sean tan poderosos como él. Asimismo, en su teoría es decisivo debilitar el poder de los más fuertes, y tener cuidado de no permitir la entrada en la provincia de un príncipe extranjero poderoso. El príncipe debe contar con sus propias armas, ejércitos propios y nunca tropas mercenarias. Así como Maquiavelo indica claramente lo que el príncipe debe hacer para conservar un principado mixto, también señala lo que no se debe hacer, para lo cual toma como modelo el caso histórico del rey de Francia Luis XII cuando anexionó a su reino la Lombardía de Italia. El autor de El príncipe remarca las grandes erratas de Luis XII, a saber: 1. Debilitar los estados pequeños 2. Acrecentar el poder de alguien ya de por sí poderoso [la Iglesia]. 3. Introducir en el país un soberano extranjero de gran poder [el rey de España). 4. No haber venido a residir en el reino y 5. No haber establecido colonias. De crucial importancia en este tablero fue el grueso error de Luis XII de facilitar el ingreso del rey de España en el reino de Nápoles. Sobre tal hecho dice el florentino que para la conquista o anexión se deben poseer los medios necesarios “por tanto, si Francia tenía fuerzas suficientes para atacar el reino de Nápoles, debía hacerlo; si no las tenía no debía dividirlo”. Disponer de la maquinaria, tener fuerzas suficientes es la regla tanto para anexar como para conservar principados. Todos estos errores condujeron al descalabro y expulsión de Luis XII de territorio itálico. Pero en todo caso, en la perspectiva del gran pensador, se trate de un Estado, antiguo, nuevo o mixto, si se aspira conservarlo, el príncipe no debe descartar el uso de la fuerza, la violencia, el engaño y hasta el crimen. Y es que en Maquiavelo no se va a encontrar la discusión formal sobre el derecho abstracto para la adquisición o conservación de principados. En este sentido Jean-Jacques Chevallier (1977) apunta que los asuntos del derecho son dominios extraños para el autor de El príncipe. Este no se mueve más que en el dominio desnudo de los hechos, es decir, de la fuerza. Porque el triunfo del más fuerte es el hecho esencial de la historia humana. Maquiavelo lo sabe y lo dice implacablemente. […] Se trata de la pura y simple comprobación de un hecho natural, completamente trivial. Los principados que estudia Maquiavelo, son en general, “creaciones de la fuerza”. (p.13) Y esta es la visión de la historia cruda y dura que tiene Maquiavelo. En su libro es patente una operación intelectual en la que el espíritu humano es ingresado en una cápsula “in vitro” para verlo desnudo, completamente despojado de los asuntos de la conciencia moral, de la ética o del derecho. “Algunos han imaginado repúblicas y principados que jamás han existido”, (Maquiavelo, Ob.cit., P.61), por eso su antídoto de realismo, su tratado es el de la fuerza, un tratado de la anexión o conquista en sintonía con el examen de los métodos para conservar el Estado. Desde ese punto ese vista, continua con su propuesta de ofrecerle soluciones al príncipe para mantenerse en el poder. Cuando un estado conquistado está acostumbrado a vivir en libertad, identifica tres medios para mantenerse en él: “la primera, destruirlo, la segunda habitarlo, la tercera es dejarlo vivir según sus propias leyes pero haciéndole pagar un tributo tras haberlo dejado en manos de un gobierno compuesto por unas cuantas personas que se encarguen de mantener el orden. Sabiendo estas personas que sólo pueden estar allí gracias al favor y el poder del príncipe conquistador” (Ibíd., p.21). Pero cuando las ciudades están acostumbradas a vivir bajo el dominio de un príncipe, una vez extinguido el linaje de éste, como la gente está acostumbrada a obedecer, les costará mucho volver a empuñar las armas y, en consecuencia, será más fácil dominarlo. (Ibíd., P.22). Un concepto clave que recorre la obra del príncipe es el de la virtù, que no tiene nada que ver con la expresión francesa, sino término itálico asociado a energía, talento, valor y ferocidad. La virtù es un poderoso medio de adquisición de principados. En relación a los principados que se adquieren por las propias armas y el valor, son de vital importancia los méritos del que los ha conquistado. Referencia como modelo histórico a Moisés, Ciro, Rómulo y Teseo. El talento juega un papel estelar e igualmente la suerte o, mejor, la ocasión de establecer formas políticas convenientes, pero en estos casos, las dificultades más serias para el príncipe derivan de “los cambios en las leyes y las costumbres que tendrán que introducir para establecerse sólidamente en el país y asegurar su poder, nada hay más difícil de llevar a cabo que la implantación de nuevas leyes” (p.24). Sin embargo, ante el dilema de si los cambios se pueden realizar por persuasión o, por iniciativa del príncipe basado en la fuerza, Maquiavelo es lapidario: Cuando el príncipe depende de él mismo y puede utilizar su fuerza entonces muy pocas veces fracasan. “Por eso todos los profetas armados triunfan y los desarmados sucumben”. (p.25). Entre los métodos para conservar el poder, la crueldad tiene una plaza importante. Cuando del poder se trata en vista a su conservación no debe haber parámetros morales. De modo que a propósito de la crueldad, lo que se puede enunciar es sobre “el buen uso o mal uso de ella”. Podrá llamarse buena a la crueldad –si es que puede llamarse bueno al mal- que se ejerce sólo una vez y aun dictada por la necesidad de asegurarse el poder, usando de ella después sólo para servir al país. Las crueldades de las que se hace mal uso son aquellas que sin ser excesivas al comenzar un gobierno, en lugar de disminuir aumentan. (Ibíd., P.38) Y remata el autor con la conclusión de que aquellos príncipes que usen la crueldad de la segunda manera no podrán conservar el poder. La crueldad aparece aquí como simple cuestión “de uso”; pieza absolutamente práctica en beneficio de la conservación del Estado. Maquiavelo es el primer pensador que desarrolla discursivamente, es decir, pone y dispone en conceptos y categorías, la justificación de la “razón de Estado”. Sobre los principados civiles dice Maquiavelo: Estos tienen su origen en el favor de los ciudadanos. “El principado procede del pueblo o de los señores, según como se presente la ocasión”…pero “Aquel que obtiene el principado gracias al favor de los nobles le cuesta más mantenerse en el poder…” pues “ los nobles se sienten tanto como él [príncipe], y se someten difícilmente a su autoridad” (Ibíd.,p.39). El que llegue a ser príncipe con el favor del pueblo debe procurar conservar su afecto popular, cosa que resultará fácil, pues el pueblo sólo aspira una cosa: no ser oprimido. Pero el que llegue a ser príncipe contra el deseo del pueblo, sólo por el favor de los nobles, debe tratar de congraciarse con los humildes tomándolos bajo su protección […] Sólo diré que un príncipe se haga amar de su pueblo, de lo contrario sucumbirá ante la adversidad” (Ibíd., pp. 40-41). Este tipo de principados corre un grave peligro si el príncipe implanta una tiranía. Para cumplir con eficacia la tarea de aumentar su poder, posesionarse de principados y conservarlos, “el príncipe no puede perseguir otro objetivo ni tener otro pensamiento ni más ocupación que el arte de la guerra, pues ésta es verdaderamente la ciencia de los que gobiernan”. (Ibíd., P.59). El príncipe debe estar armado, en caso contrario, sus súbditos “viéndole indefenso sentirán hacia él un gran desprecio” (Id.). Maquiavelo insistirá en que para cualquier tipo de Estado se requieren “buenas leyes y buenas armas”. Pero si no hay buenas armas, las leyes se hacen inútiles. “Hay buenas leyes allí donde hay buenas armas”. Las leyes deben tener armas que las respalden. Cuando el pensador florentino aborda el asunto de las armas tiene en mente el desgajamiento de su Italia que ha sufrido la devastación, la traición y el pillaje de ejércitos mercenarios. Por tanto, cuando invoca “buenas armas”, está hablando de tropas leales y allegadas al príncipe, quiere un ejército de ciudadanos, aspira para Italia tropas italianas, un ejército nacional. En esa misma línea de pensamiento, pondera como nefasto para los estados el uso de soldados mercenarios, formados por hombres “indisciplinados, desunidos, ambiciosos y desleales, valientes con los amigos y cobardes con los enemigos”. Es un vicio grave que el príncipe confíe en ellos; si así ocurre sólo retardará su caída retrasando el día de poner a prueba su fidelidad […] “La actual ruina de Italia se ha producido precisamente por haber depositado toda la confianza en estas tropas mercenarias, que si bien al principio lograron algunos éxitos, tan pronto llegó el invasor extranjero mostraron de lo que eran capaces” (Ibíd., p.49). La experiencia histórica demuestra que los príncipes y las repúblicas bien regidas pueden realizar grandes hazañas y que los ejércitos mercenarios sólo dañan a monarquías y repúblicas. En los capítulos XV hasta el XVIII de El príncipe se encuentra la médula del maquiavelismo que declara la expulsión de la ética de los asuntos vinculados a la conservación del poder. Sería magnífico –dice el florentino- que el príncipe reuniera todas las buenas cualidades, pero la naturaleza humana no es perfecta. Mas, independientemente de las cualidades o defectos que tenga, el príncipe no deberá preocuparse “por las críticas de los defectos que resulten útiles para la prosperidad del país”. Para su receta de intervención “técnica del poder” las buenas cualidades y los defectos son intercambiables si son útiles y funcionales al fin de la conservación del Estado “pues a fin de cuentas una cualidad que puede parecer buena y digna de encomio podría llegar a ser causa de su perdición, y otra que parezca mala puede darle seguridad y prosperidad” (p.63). De modo que lo que se demanda es que el príncipe sepa actuar con inteligencia, lo cual se traduce en que debe comportarse según las circunstancias y necesidades del momento. En su pensamiento realista se instaura de modo nítido un divorcio entre ética y política. “El que quiera comportarse siempre como un hombre de bien no podrá evitar perderse entre tantos que no lo son”. (Id.). Hay una instrumentalización de las cualidades de la naturaleza humana; los rasgos buenos, pero también los defectos, pueden ser útiles para la conservación del poder, según necesidades y contexto. El fin justifica los medios, si se trata de conservar el Estado “todo vale”, cualquier medio es bueno para realizar tan alta finalidad. En este sentido, queda rebasada cualquier consideración moral o de justicia, de crueldad o humanidad. En el capítulo XVII, Maquiavelo se ocupa de esas cualidades que él considera esenciales en un príncipe de cara a la conservación del Estado. Así se suceden en su mirada escrutadora la crueldad, la clemencia, ser amado o temido. “Todo príncipe debe desear ser considerado clemente y no cruel, pero debe guardarse muy bien de no aplicar mal esta misericordia”. Si se trata de mantener el orden dentro del Estado, la crueldad no debe ser desdeñada, es necesario escarmentar a algunos, pues a fin de cuentas “el desorden siempre acaba en crímenes y rapiñas”; además, el desorden afecta a todos, en tanto “los castigos que dicta el príncipe sólo afecta a unos pocos”. En paralelo a estas postulaciones, Maquiavelo aborda el crucial asunto de si es mejor ser temido que ser amado. Considera necesario ambas cosas. Pero siendo el caso de encarar la dificultad de que se puedan dar juntos, y el príncipe deba inspirar sólo uno, “más valdría ser temido que ser amado”. En esta argumentación juega un papel su visión de la naturaleza humana, “no hay que olvidar que los hombres son ingratos, mudables, codiciosos e hipócritas […] Los hombres respetan más a quien infunde miedo que a quien les trata amablemente”. Además, el amor puede ser efímero, o puede mantenerse por ciertas obligaciones que los hombres espoleados por motivos perversos pueden dejar de observar, “en cambio el temor permanece por el miedo al castigo y eso jamás se olvida”. El príncipe debe hacerse temer, pero si no se hace amar, al menos evite ser odiado, porque es perfectamente posible y conciliable ser temido sin ser odiado (Ibíd., p.68). Para el autor florentino el príncipe debe saber luchar con las leyes y con la fuerza, estimando que, como sucede a menudo, si con la primera no basta es preciso recurrir a la segunda. Vuelve otra vez a echar mano en las profundidades de la historia, esta vez para memorar el mito de cómo Aquiles fue confiado al centauro Quirón para que lo educara. Es la instrucción apropiada impartida por una semibestia o un semihombre, porque un príncipe debe saber servirse de una y otra naturaleza: la humana que es la de las leyes y la de la fuerza y astucia que es propia de los animales. En consecuencia, el príncipe debe saber actuar como los animales. La fuerza del león y la astucia de la zorra es el modelo que escoge para postular que el príncipe debe estar dotado de la fuerza, pero también de la astucia para no dejarse enredar con sus enemigos, al tiempo que lo habilita para usar las artes del engaño. El príncipe debe ser león para atemorizar a los lobos, pero eso solo no basta, debe también ser astuto como la zorra para anticipar las trampas. Dice Maquiavelo “los que sólo quieren obrar como leones no saben lo que se hacen. El príncipe sabio no puede guardar su palabra si tal cosa le perjudica o si las causas que le indujeron a hacer promesas se han extinguido” (p.71). Otra vez fundamenta sus reglas en su visión de la naturaleza humana. El florentino argumenta hasta la saciedad que los hombres son agresivos, ambiciosos y egoístas, éstos son principios constantes que es posible hallar en todas las naciones y épocas de la historia. “Si todos los hombres fueran gente de bien me guardaría yo mucho de dar tales reglas, pero como todos son perversos y no mantienen su palabra, tampoco el príncipe tiene por qué guardarla” (p. 72). La experiencia histórica de su época le indica al pensador del gran número de pactos y promesas que se han roto por falta de palabra, pero con el agregado de que entre los príncipes “siempre tiene más suerte aquel que supo hacer como la zorra”. De esta manera el engaño queda entronizado como medio de gobierno. El príncipe con frecuencia, se verá precisado para mantener sus estados a obrar “en contra de la humanidad, de la caridad y de la religión”. Debe adaptarse a las circunstancias históricas, “procurar no alejarse del bien si puede, pero saber usar del mal también si es necesario”. La virtud es una cualidad para conseguir un fin determinado, es un talento “en ejercicio”, no un fin moral. El arte del disimulo, esto es, la puesta en escena de la mascarada es fundamentado como herramienta estratégica. Hay en Maquiavelo en forma germinal unas bases consistentes para pensar en una teoría de la ideología. Ésta aparece como finta, como mascarada para inducir en “los otros” una opacidad o falsa conciencia que facilite los cursos de acción del príncipe en vista a la eficacia para retener el poder. Por ello, el pensador del Renacimiento italiano no tiene recato alguno para proponer la “doble cara”. A su juicio, la trasparencia más bien puede constituir un problema. Por lo general los rasgos más valorados de un príncipe son ser benigno, clemente, compasivo, religioso y justo. Pero no es para nada necesario que el príncipe los posea, pues “lo importante es que parezca tenerlas”. Es más, “si sólo finge tenerlas las aprovechará grandemente…y si verdaderamente posee estas cualidades debe ser siempre dueño de ellas” (Id.), para usarlas en sentido contrario cuando sea preciso. El príncipe pues, debe hacer uso sin miramientos de estas artes sin preocuparse, puesto que los hombres “juzgan más por lo que ven que por cualquier otra cosa”; ello es todavía más acentuado en el vulgo que siempre se guía por las apariencias “sin preocuparse por la realidad y en este mundo lo que más abunda es el vulgo”. La minoría no cuenta para nada. Pero el secreto mejor guardado de Maquiavelo, según expresión de Chevallier, no era elaborar un modelo de poder absolutista, sino diseñar una fuerza consistente para la unificación política de Italia, su sueño era la conversión de Italia en un Estado nacional. De allí su clamor en el capítulo XXVI de El Príncipe en el sentido de “liberar a Italia de los bárbaros”: Italia sigue esperando encontrar a aquel que sea capaz de poner freno a las devastaciones de Lombardía, a los pillajes de Nápoles y Toscana, a un hombre en fin que sea capaz de curar las llagas de esta Italia que desde tanto tiempo ya tiene abiertas. Nuestra patria pide al cielo un príncipe que la redima de las crueldades y ultrajes que le han infligido los extranjeros, Italia sigue dispuesta a seguir una bandera si hay alguien capaz de enarbolarla (El Príncipe, pp.101-102). He allí en todos sus contornos el gran sueño del pensador florentino, demanda un príncipe con todos los poderes para expulsar a los bárbaros, unificar Italia, restañar sus heridas, conservar el poder y acrecentar el poder del Estado. Esa es la bandera italiana de la unidad, un príncipe debía enarbolarla para poner fin a un pasado de oprobio, pillaje y desmembramiento. Un príncipe capaz de organizar un ejército nacional, con decisión para aglutinar como una centrípeta todos los esfuerzos vivos en aras de la patria. Si los modelos republicanos no habían podido ser útiles a la empresa de edificar la unidad, entonces esta tarea debía recaer en un príncipe con todos los poderes para actuar sin las restricciones de la moral, la ética o la religión. Aun con todo, Maquiavelo en cuanto a su elección de un modelo político no puede ser juzgado sólo por El príncipe. En otra obra suya Discursos de la primera década de Tito Libio da razones para pensar que cuando reinen circunstancias distintas a las de la Italia y se trate de mantener un ambiente de estabilidad y paz, es conveniente un gobierno que pueda combinar elementos de la monarquía, la democracia y la aristocracia. (Camps, 2001, p.84). Ante un contexto de anarquía es necesario un principado, pero cuando se trate de prolongar la estabilidad política en aras de la convivencia, bueno es un modelo de gobierno que recupere una mixtura como la señalada. Finalmente, una breve nota sobre la concepción histórica de Maquiavelo. Para este insigne pensador, la historia es una gran maestra para hallar los modelos de acción política que eviten al príncipe los vicios y errores que conduzcan a la pérdida del poder. La historia es una cantera de los hechos agenciados por grandes, señores y príncipes trascendentes; allí se pueden hallar los procedimientos, las artes, estrategias, ardides que permitan diseñar cursos de acción política para que los príncipes del presente puedan aumentar su poder y garantizar la conservación de sus Estados. Será bueno que el príncipe lea la historia fijándose mucho en las hazañas llevadas a cabo por grandes personajes y viendo de qué modo ser comportaron en tiempos de guerra, examinando las causas de sus victorias y de sus derrotas, sobre todo imitando a los grandes hombres que habiéndose propuesto a alguien de grandes cualidades como modelo, se esforzaron en seguir sus pasos teniendo a mano siempre libros que tratan de su vida. Así dicen que Alejandro Magno imitaba a Aquiles, César a Alejandro, Escipión a Ciro. (p.60) Si alguien supo interpretar en todas sus implicaciones el lema según el cual “la historia es conocer el pasado para comprender el presente y prevenir el futuro” ese es Nicolás Maquiavelo. Por su mirada analítica de historiador profundo se estudian personajes de la historia antigua, medieval y la de su tiempo de temprana modernidad. En su espesa y experta escritura desfilan hebreos, persas, griegos, cartagineses, romanos, macedónicos, así como también papas, señores y príncipes medievales, sin perder de vista su propia experiencia en el maremágnum de la política italiana del siglo XV. No hay lugar en su obra para una discusión teórica o formal del asunto político; en lugar de ello se alza cristalino un estudio sociológico de la naturaleza humana cuando está en juego el poder, y ese estudio es realizado con base en la historia, recuperando ejemplos de acontecimientos decisivos en la trama del devenir. La concepción maquiavélica de la historia no es nada filosófica. Su visión del movimiento de la historia, su principio motor, es semejante al propuesto por Tucídides, obtener el poder, conservar el poder, ejercitar el poder. Cuando Maquiavelo encara la interrogante sobre si en el mundo histórico son más decisivos la providencia, el azar o la voluntad humana, su respuesta es que cada una de estas fuerzas domina a la mitad el gobierno de la historia. Su tesis es que el libre albedrío no se evapora. En este sentido, sostiene que “es posible que el azar influya en la mitad de nuestras obras, pero también creo que nos deja la otra mitad para que decidamos nosotros”. Como pensador del Renacimiento le concede un peso importante a la voluntad racional. “Comparo el azar con uno de esos ríos que suelen desbordarse” arrasando árboles y casas, “y sin embargo, aunque se produzcan tales tempestades en algunas ocasiones no por eso los hombres cuando reina la calma dejan de tener la libertad de poder construir diques para que las aguas, si se desbordan otra vez, tengan que pasar a través de un canal viendo así reducido su embate” (Ibíd., p.97). De modo que no todo está contenido en el destino o la providencia. El Renacimiento es una época de transición; no se abandona por completo el manto religioso, pero comienza a aparecer un tipo de hombre confiado en las fuerzas de su propia razón, es el hombre audaz y conquistador propio del ideal de la época. A su entender, lo que ha pasado con Italia es precisamente que se ha objetivado “como un campo raso sin diques ni defensa alguna”. En su concepción, el destino sólo demuestra su poder, allí donde no hay barreras ni obras erigidas por la voluntad humana. La historia tiene un lugar especial para la voluntad. Notas Brion, Marcel. (2005). Maquiavelo. Ed. Byblos. Barcelona. España. Camps, Victoria. (2001). Introducción a la filosofía política. Ed. Crítica. Barcelona. Chevallier, Jean-Jacques. (1977). Los grandes textos políticos. Ed. Aguilar. Madrid Kahler, Erich (1973). Historia Universal del hombre. ED. F.C. E. Maquiavelo. (1974). El Príncipe. Ed. Veron. Barcelona. España.

viernes, 22 de abril de 2022

La escuela histórica: Nieburh, Ranke, Droysen y Dilthey / Ángel Américo Fernández

La llamada escuela histórica es un acontecimiento cultural alemán del siglo XIX nacido en el clima del romanticismo. Así como el dieciochesco siglo de la Ilustración fue llamado el siglo de los filósofos, el siglo XIX -dice E. Cassirer- es el siglo de los historiadores. Las coordenadas de la época estaban marcadas por el idealismo de Hegel, el peso del racionalismo ilustrado y la cantera de la tradición como aporte romántico. En este contexto es que se da la emergencia de una élite intelectual de historiadores de talante que se expresa en la agudeza de hombres como Nieburh, Ranke, Droysen y Dilthey. Sus desvelos teóricos versaron sobre cuestiones como la autenticidad de las fuentes, la objetividad, la construcción del conocimiento histórico y el sentido de la historia. En punto al orden de la exposición de sus ideas, repasaremos a estos autores por separado. Barthold Nieburh Nieburh (1776-1831), filólogo, investigador y profesor de historia de la Universidad de Berlín, cátedra que asumió desde 1810. Con este pensador se gesta un cambio sustantivo que va a modelar la historia como ciencia moderna cuando toma contorno el matrimonio entre la tradición histórica literaria y la erudición documental en el marco de una concepción de la historia que asume “el fluir temporal humano como proceso causal, inmanente, irreversible y racional, y ya no sólo como mera sucesión cronológica de acontecimientos” (Moradiellos, 2001, p. 151). En Nieburh hace su aparición un método histórico crítico con anclaje en un trabajo filológico que interpela a fondo los documentos desde un esquema teórico-ideológico y político trenzado en el pensamiento del investigador. La intención es que la narración histórica “debe revelar, como mínimo, alguna probabilidad de conexiones generales de los acontecimientos” (Ibíd., p.153). La obra principal de este autor es la Historia Romana en dos volúmenes. Allí, el origen del Estado romano no es abordado con base en relatos como los de Tito Libio y los clásicos, sino como la formación de un aparato histórico con su gramática para la organización y el control de una comunidad histórica en crecimiento. Un ilustre de la propia escuela histórica ha valorado su performance en estos términos: “Su gran profundidad histórica y política, su arte de interrogar las fuentes, su arte maestro de la interpretación de situaciones y condiciones políticas le permitieron mostrar cosas, de las que Libio y sus contemporáneos no tenían sospecha alguna (Droysen, 1983, p.103). La obra de Nieburh significó la transición de la erudición a la ciencia histórica. Se deshizo la tradición fabulosa. Su hilo conductor era reconstruir la realidad del pasado a fin de “establecer las conexiones significativas entre acontecimientos y estructuras”. Leopold Von Ranke Ranke (1795-1886), nació en Wiehe, Alemania y ocupó cátedra en las Universidades Humboldt y Berlín. Uno de sus más conspicuos exponentes es Leopoldo Ranke. Su objetivo inmediato era deslastrar la historia de la problemática filosófica y tomar distancia de las filosofías más influyentes como la de Hegel. En esa línea sostenía que la historia “Sólo quiere mostrar lo que realmente sucedió” (Ranke en Moradiellos, 1999, p.156). Estamos en presencia de una metódica de origen empirista-positivista en la disciplina histórica que privilegia un recorte “descripcionista” apuntalado en “lo dado”, el dato expuesto ante los sentidos en una concepción según la cual “los hechos hablan por sí mismos”. Ranke expone la apoteosis del documentalismo. Sin embargo, en este pensador hay además una preocupación por una epistemología de la historia con un enfoque destinado a desentrañar el móvil profundo del proceso histórico. En este terreno se encuentra su concepto de acción como clavija de la historia universal, la cual define en los términos siguientes: “Una acción lo es cuando hace historia, esto es, cuando tiene un efecto que le confiere un significado histórico duradero. Los elementos del nexo histórico se determinan pues de hecho en el sentido de una teleología inconsciente que los reúne y que excluye de él lo que no tiene significado” (Gadamer, 1984, P.260). Una acción libre se vuelve históricamente decisiva cuando va abriendo un momento auroral, articulación de hechos que hacen época o que generan crisis, cambios, desplazamientos jalonados por individuos de la historia o, en la acepción de Ranke, “espíritus originales” que bregan de modo autónomo en el teatro agonístico y dialéctico de las ideas o en las grandes confrontaciones entre naciones o Estados, contribuyendo con sus acciones a espolear hacia el futuro. Para explicar los móviles profundos del proceso histórico apela Ranke al concepto de fuerza, porque ésta es desencadenante de procesos, de relaciones causa/efecto y especialmente, de una apertura porque “una fuerza original y común de todo hacer” es lo que se llama libertad. Estamos ente una concepción universal de la historia en la que quedan relevados los planes y las concepciones de los hombres actuantes en los procesos, pues el sentido del acontecer se apoya explícitamente en los efectos históricos que permiten identificar las fuerzas históricas. En este contexto, no resulta extraño que para Ranke los Estados no son meramente estructuras políticas o de derecho, sino fuerzas vivas “seres espirituales reales”. Ranke los llama “ideas de Dios”. “En esta manera de hablar sigue advirtiéndose hasta que punto Ranke continúa en el fondo vinculado al idealismo alemán” (Gadamer, 1984, p.269). Aquí topamos con el presupuesto de las llamadas fuerzas, tienen un origen espiritual y su sistematización hace pensar en una suerte de panteísmo. La invocación de la categoría “fuerza” le permitió a Ranke pensar en la trabazón de la historia como dato de origen. La fuerza alcanza su realidad como juego de fuerzas y la historia es uno de estos juegos de fuerza. La mencionada tesis tiene implicaciones en su interpretación de ciertos pasajes de la historia europea: Europa surge como resultado de un conflicto de fuerzas entre los pueblos románicos y germánicos. Johan Gustav Droysen Droysen (1808-1884), ocupó la cátedra de historia en las Universidades de Jena y Berlín. Su obra máxima titulada Histórica tiene una plaza asegurada entre las más profundas del pensamiento sobre el devenir humano. También escribió un libro sobre Alejandro Magno. En su Histórica marca ruptura contra el empirismo ingenuo y contra el espiritualismo hegeliano. En cambio, aunque no lo dice explícitamente, se nota muy envuelto en el “aire de familia” distintivo del concepto de “fuerza” esgrimido en la argumentación de Ranke. En esa línea extraerá de su “caja de herramientas” el concepto de “poderes morales”. Sostiene que la investigación histórica no se sustenta en indagar los secretos de las personas individuales sino en lo que los individuos significan en el movimiento de los poderes morales. Allí queda conectada la historia con el campo de la acción práctica en asuntos como el hacer, el deber, la patria, el convivir, lo ético etc. “No son los modelos individuales sino todo el rasgo superior ético de la historia lo que debe llenarnos: este tipo de lo esencial, de lo poderoso, de lo sublime, este poder de los grandes puntos de vista, de los grandes motivos, de las fuerzas, del espíritu de grandeza (Droysen, 1983 p.372). En este marco, el concepto de los poderes morales se convierte en la clave maestra para fundar el modo de ser de la historia, su estructura; pero también en el fundamento de la posibilidad del conocimiento histórico. El referido estamento conceptual tiene la ventaja de poseer unos contornos más objetivos desde un punto de vista histórico que el concepto de fuerza. A este tenor revisa el significado de “hecho histórico” para sostener que el individuo aislado en lo azaroso de sus impulsos y objetivos particulares, no puede ser ponderado en la historicidad. El individuo sólo se constituye en el estelar plano de la historia cuando es capaz de elevarse hasta los aspectos morales comunes y participa en ellos. Navegando sobre el concepto de fuerza heredado de Ranke, este extraordinario hermeneuta funda la historia universal sobre un andamiaje cohesionador de lo histórico más reconocido y objetivo condensado en la fuerza moral o “los poderes morales”. En ellos se encuentra el principio de articulación y unificación como un todo de la historia universal. La fuerza moral del individuo se constituye en poder histórico cuando se incardina en el trabajo para los grandes objetivos comunes. Es poder histórico porque es lo permanente y poderoso que marca la impronta en el curso de las cosas. Las configuraciones de la realidad son determinadas por los poderes morales, suerte de “anillos éticos” que se contraponen, coexisten y se suceden en las “comunidades naturales”, desde la familia y la tribu, pasando por la esfera del saber, el arte y la religión, hasta llegar a la esfera del poder y del Estado. Estas esferas son comprensibles porque son expresión, y eso la eleva a la esfera de la historia y del sentido (Gadamer H., 1984, p.275)). Este autor se caracterizó por pensar la historiografía en categorías estético-hermenéuticas reconstruyendo fragmentos desde la tradición. Wilhelm Dilthey Dilthey (1833-1911), nativo de Biebrich en la Renania. Trabajó en la Universidad de Basilea y en la Universidad de Berlín, destacando con obras maestras como Mundo Histórico e Introducción a las ciencias del espíritu. En su teorización se establece que el fundamento último de la historia como ciencia del espíritu es el concepto de “vida”, pero no se trata de la vida en términos biológicos, sino de la vida humana como explosión de la riqueza y multiplicidad de la “vida histórica”. En su Introducción a las ciencias del espíritu dice: “La única vida que puede llamarse vida a pleno título es la vida humana…el pensamiento no puede ir más allá de la vida…un proceso de fundamentación del conocimiento está obligado a remontarse a la vida” (1944, Documentos autobiográficos XIX), La vida humana está dotada de espíritu, es la única que puede engendrar el tejido de la historia, la única que puede crear las grandes formaciones culturales en el tiempo. La especificidad del mundo histórico, a diferencia de la naturaleza, es que en ese mundo espiritual se puede fijar a las cosas o a las acciones, valor, significado y fin (Mundo histórico, 1944, p.103). Lo histórico como objeto se constituye “en la medida en que “se viven” estados humanos, en la medida en que se expresan en “manifestaciones de vida” y en la medida en que estas expresiones son comprendidas (Ibíd., p, 107). Los desvelos teóricos de este autor estaban vinculados a una fundamentación de las ciencias del espíritu (1883) para diferenciarlas en forma neta de las ciencias de la naturaleza. La premisa medular es que los fenómenos históricos están dotados de espíritu; en cambio, las ciencias de la naturaleza suponen un “observador” en una posición de “exterioridad” que busca relaciones de causalidad para registrar regularidades empíricas en beneficio de formular leyes necesarias o universales. Pero los fenómenos de la naturaleza no tienen espíritu ni lenguaje. En esta perspectiva, sólo los actos humanos tienen espíritu. Así, las acciones, batallas, Estados, Iglesias, leyes y creaciones culturales son portadoras de “espíritu”. Esta diferencia tiene implicaciones a nivel de método. Frente al principio de explicación (Erklären) del modelo de las ciencias naturales que buscan regularidades empíricas y leyes universales del cosmos, Dilthey esgrime la comprensión (Verstehen) para el abordaje del mundo histórico, los productos culturales, leyes, sistemas de pensamiento, religiones y toda la impronta de la creación humana. “El conjunto de las ciencias que tienen por objeto la realidad histórico-social lo abarcamos en esta obra bajo el título de “ciencias del espíritu”. (Ciencias del espíritu, Dilthey, W. p.13). Para las objetividades de la historia, es imperativo metódico aferrar los motivos espirituales que las generan en aras de fijar las conexiones de sentido. Algunos autores han endosado a Dilthey una suerte de psicologismo, pero esa apreciación no es correcta, por cuanto su reflexión no se queda atrapada en una vivencia solipsista o en una subjetividad que contempla el mundo; una lectura seria de su obra permite captar su envite maestro cuando echa mano del concepto hegeliano de “espíritu objetivo” que implica la noción “comunal” o de “mundo compartido” que tiene anclaje en la cultura, la historia y las formas simbólicas. Por tanto, se produce el encuadre del mundo histórico repleto de “sentidos” con base en comunidades de habla. He allí el lecho para echar a andar la empresa hermenéutica que supone interpretación y comprensión incardinado a reconstruir desde la tradición el universo pragmático-semántico de las comunidades históricas. Referencias Dilthey Wilhelm (1944) El mundo Histórico. Fondo de Cultura económica. México. Dilthey Wilhelm (1944). Introducción a las ciencias del espíritu. Fondo de Cultura Económico. México. Droysen, Johan (1983). Histórica . Ed. Alfa. Barcelona. Gadamer, Hans. (1984). Verdad y método. Ed., Sígueme. Salamanca. Moradiellos, Enrique (2001). Las caras de Clío. Ed. Siglo XXI. Madrid

domingo, 17 de abril de 2022

EL FORMALISMO RUSO / Ángel Américo Fernández

Formalismo ruso: La biografía intelectual del formalismo ruso se encuentra vinculada históricamente a dos centros de irradiación: el llamado círculo de Moscú fundado en 1915 y la nueva sociedad de la lengua poética Epoiaz creada en 1917. Esta fórmula recrea la versión oficial elaborada por Roman Jacobson. La mayoría de los actores de estos cenáculos del pensamiento eran teóricos de la literatura y estudiosos del fenómeno lingüístico, que en sus desafiantes investigaciones abarcaron un espectro muy diverso de problemas pero conservando un cierto “aire de familia”. Entre ellos se pone énfasis en los procedimientos lingüísticos más que en el contenido, se privilegia el interés por la médula creativa del lenguaje y se potencian argumentos para la fundamentación de una ciencia literaria “autónoma”, en la que la literatura misma sea delimitada como “objeto de estudio” a partir de las cualidades sensibles de sus propios materiales; ergo, la palabra y los métodos para hacerla poética. La empresa de fundar una ciencia está regida por la ansiedad de separar, excluir o echar a un lado todo aquello que se estime como metafísico, ideológico o subjetivo en cuanto estas propiedades son ponderadas como obstáculos en el camino hacia la objetividad. El Formalismo ruso no puede sustraerse de esta tentación. La concepción de su “objeto” en el “texto autorreferente” y sus “caracteres estéticos formales” ponía en el tamiz un esquema que implicaba una ruptura radical con la historia, la tradición y la vivencia de tipo psicológico. Los Formalistas rusos se plantearon efectivamente elevar la literatura al rango de conocimiento científico encontrando la cristalización de sus esfuerzos en una “poética formal”. Eso explica su distanciamiento neto del positivismo histórico con toda su carga de hechos, personajes y contexto. En esa misma línea marcan una ruptura con respecto al impresionismo literario; de éste le desentonaban la subjetividad, la vivencia y los “estados” de la conciencia. Estos dos momentos epistemológicos se resumen en una declarada “muerte del sujeto”. El asunto de los formalistas es el lenguaje poético. De allí que el eje de interés centrado en el estudio de la construcción de ese lenguaje, irá incardinado a una teoría que dé cuenta de las cualidades estéticas fundamentales de una obra literaria. Por tanto, su énfasis está en la forma literaria con sus procedimientos lingüístic
os, el texto empírico con sus distintos componentes materiales de sensibilidad, en especial el sonido, el grafo, la metáfora. En atención al enfoque de R. Jacobson (1973), más allá de la literatura el “objeto” sería la literariedad (literaturnost); esto es, los procedimientos formales que dotan en forma específica a una obra de cualidad literaria, remarcando la idea de que la literatura es el empleo poético del lenguaje. “La función poética, la poeticidad, como lo destacaron los formalistas, es un elemento sui géneris (Questions de poétique, pp.123-124). En ese periplo de constitución epistémica, el formalismo ruso va a correr en paralelo con un nuevo aire de la poética y la retórica de la tradición clásica, el interés por las cuestiones formales y el papel de los procedimientos literarios como vía científica incardinada a la exploración de la obra literaria en sí, independientemente de sujeto, vivencia e historicidad. Asimismo, cobra relevancia la retórica en el encuadre para enfocar las obras de la literatura. En este contexto, es posible hallar algunas conexiones entre el formalismo y el futurismo en cierto “espíritu del tiempo” de Europa a principios del siglo XX con implicaciones teóricas sustantivas: la consideración de la primacía del lenguaje sobre la forma, la posición principal del significante sobre el significado y el asunto cardinal de “la muerte del sujeto”. En efecto, el sujeto desaparece del campo de investigación y de reflexión; en lugar de sujetos lo que hay son estructuras lingüísticas, ritmo, metáforas, sonidos etc. Estamos en presencia de una teoría sin historia ni sujeto. Es en esta matriz de descontextualización donde germina la noción de texto autorreferente, la poética del lenguaje literario que va más allá del “objeto”, del “acaecer” o de la “vivencia”. Esa declaración se configura como idea-fuerza que gobierna la reflexión a propósito del lenguaje como fin en sí mismo, a contrapelo del lenguaje como simple medio cuando rige en la comunicación ordinaria. En sus Ensayos de Lingüística General (1963) afirma Jacobson “La orientación (Einstellung) hacia el mensaje como tal, el acento puesto en el mensaje por su propia cuenta, es lo que caracteriza la función poética del lenguaje” (trad.fr., p.218). El mensaje se autonomiza del referente, la palabra misma se torna “tormenta estética”; primado del significante sobre el significado. El verso, la musicalidad o la metáfora provocan una total “diseminación” del sentido. Tal como afirma Todorov en Teorías del símbolo (1981) “El empleo poético del lenguaje se distingue de los demás usos por el hecho de que el lenguaje es percibido en sí mismo y no como mediador transparente y transitivo de “otra cosa”[…] El lenguaje poético es un lenguaje autotélico” (P.410). El lenguaje es un fin en sí mismo. No hay que apelar a sujeto, historia, subjetividad o vivencia. El mensaje explota como creación y finalidad. Asimismo, R. Jacobson dará consistencia a los rasgos formales que identifican los materiales del lenguaje literario y que lo facultan para cumplir funciones muy distintas al lenguaje común. En su trabajo sobre los Formalistas rusos condensado en su libro Crítica de la crítica, Tzvetan Todorov (1991) apela a una comparación funcional entre el lenguaje ordinario y el lenguaje poético. En este sentido, “mientras en el lenguaje ordinario domina una función práctica y comunicativa, es medio y no fin, busca transmitir algo de una “exterioridad”; es, para emplear una palabra sabia, heterotélico. Al contrario, el lenguaje poético, tiene su justificación y todo su valor, en sí mismo; es su propio fin y ya no un medio; es pues, autónomo o, mejor, autotélico” (p.19). Es en esa médula donde se fundamenta una definición funcional del lenguaje poético con un énfasis en lo que hace más que en lo que es, haciendo descansar su consistencia en las formas lingüísticas que hacen posible sus funciones para realizar su autotelismo. En los trabajos de los formalistas cuando se encara la pregunta “¿Qué es un lenguaje que no se refiera a nada que le sea exterior? Es un lenguaje reducido a su sola materialidad, sonidos o letras, un lenguaje que rechaza el sentido” (Ibíd., pp.19-20). La tesis más extrema del lenguaje autotélico se encuentra en el Zaum, lenguaje transmental, un lenguaje que rebasa por completo las categorías tradicionales de la recepción que hace la mente de la realidad, un lenguaje más allá de las palabras, una cascada del significante, poesía de sonidos y de letras para generar una experiencia estética que es imposible entender en los límites binarios del significante/significado. En relación a la estética del formalismo hay una total asimetría con respecto a modelos gnoseológicos empiristas o racionalistas de la representación clásica, pues se explica que la imagen poética no es para hacer más asequible la realidad sino todo lo contrario. Es la huella de la tesis de V. Chklovski seguida de cerca por Todorov “La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; el procedimiento del arte es el procedimiento de la forma difícil, que aumenta la dificultad y la duración de la percepción” (Ibíd., 1991, p.29). Y es allí donde brota otro carácter distintivo del formalismo condensado en el lienzo estético que conduce a la “obstaculización de la forma”, que se logra complicando la forma, poniendo un velo sobre ella, lo cual no excluye el envite de desestructurar la sintaxis en el texto. El lenguaje literario en su despliegue genera una “demora” o una situación de “diferimiento” del sentido, cuando no una dislocación completa del sentido e incluso, los propios sonidos o las funciones de otros de sus materiales pueden mostrarse como autónomos o no vinculados al sentido. Entonces, a diferencia de la lingüística pionera de F. Saussure, que declaraba la primacía del significado sobre el significante, el formalismo ruso dirá que un rasgo central del lenguaje literario es la primacía del significante sobre el significado. En el lenguaje literario, la forma no es un mero recipiente del sentido, no hay oposición entre fondo y forma; la forma es el conjunto de los valores estéticos, y la única oposición que cabe hacer, en rigor, es entre textos literarios y textos que carecen de propiedades estéticas. Ya en este terreno es posible penetrar en otra característica del lenguaje literario condensada en la “desautomatización” de la percepción de la forma. En efecto, como deriva de lo apuntado sobre la diseminación del sentido y el dominio del significante, se puede constatar que la captación del sentido es automática en el uso del lenguaje ordinario; por oposición a ello, en cuanto entran a funcionar los componentes materiales del lenguaje poético, la “automatización” se evapora; se desliza el obstáculo hacia la percepción, ésta es demorada, lo cual obliga al receptor de la obra a detenerse, a prestar atención cuidadosa ante el grado de dificultad intrínseco al desafío propuesto. Se hace realidad la “desautomatización”. En este cuadro conceptual, la imagen poética se yergue como una estructura maravillosa que sirve al propósito de singularizar los objetos, pero está dotada al propio tiempo de la fuerza misteriosa para producir un extrañamiento (Ostranenie) en el receptor ante “lo bello” o “lo feo”, “lo sublime” o “lo siniestro”. Se trata de que el efecto “significante” puede contener una especie de velo que hace extraño el “objeto” referido o el acontecimiento. En la Fenomenología del espíritu de Hegel, el “extrañamiento”, del alemán Entfremdung, es una condición en la que la conciencia aparece “alienada” o escindida de la realidad o mundo a la que pertenece, determinando una vivencia fenomenológica de desunión o desposesión. En todo caso, el “extrañamiento” implica un sí mismo y un no reconocimiento de sí mismo en esa realidad. Frente a la autoconciencia se erige “una realidad extraña a ella…y en la que la autoconciencia no se reconoce”. Entonces en lugar de una “apropiación” que sería el momento del conocimiento en la unidad entre sujeto/objeto, la conciencia atraviesa la experiencia del desgarramiento y la enajenación. (Hegel, 1983, pp. 286-290). Pero en este caso ya no estamos en una problemática lingüística sino fenomenológica. Es claro que el “extrañamiento” introduce un elemento nuevo y anómalo en el sistema teórico formal, toda vez que establece una cierta conexión con lo real o con “mi percepción” de lo real, lo cual supone necesariamente un sujeto. Algunos críticos ven en esta característica en particular, una grieta en el tegumento del formalismo, pues el término o experiencia del “extrañamiento” al ser de origen fenomenológico rebasa el mero tablero lingüístico dejando maltrecha la tesis del “lenguaje autorreferente” como único protagonista. Y he allí la paradoja, por cuanto el formalismo ruso desde sus bases había tomado distancia y provocado una ruptura con respecto al sujeto y la subjetividad. Por su parte, V. Todorov, en sus estudios sobre los Formalistas rusos al comentar sobre el “extrañamiento” o “distanciación” subraya que ésta “no es más que un ejemplo de un fenómeno más amplio que es la historicidad de las categorías que usamos para distinguir los hechos de cultura: éstos no existen en lo absoluto, a la manera de las sustancias químicas, sino que dependen de la percepción de quienes los utilizan” (Crítica, ob.cit, p.34). En verdad que el concepto de extrañamiento pasado como “rasgo de un formalismo” hace demasiado ruido hasta el punto de generar un ambiente de discurso inconsistente. En la etapa final de disolución del Formalismo como grupo activo 1926- 1930, la teorización de un Juri Tinianov anuncia el canto de cisne del autotelismo del lenguaje. En su ensayo Sobre la evolución literaria que citaremos de la Antología sobre los Formalistas rusos (1978), se horadan seriamente las tesis más radicales sobre “el lenguaje que habla de sí mismo”, para abrir las puertas al contexto histórico y a la consideración de la literatura y de la obra literaria como un sistema. Luego, la importancia no descansa sólo en la forma, sino que es esencial la función de las partes y la conexión de las partes con el todo. Tinianov en su trabajo sostiene que cada sistema refleja un segmento homogéneo de la realidad al que llama serie. Así, aparte de la serie literaria existen también series científicas, culturales musicales, teatrales y series de la vida social, económica o de hechos políticos. “Es necesario convenir previamente en que la obra literaria constituye un sistema y que otro tanto ocurre con la literatura. Únicamente sobre la base de esta convención se puede construir una ciencia literaria que se proponga estudiar lo que hasta ahora aparece como imagen caótica de los fenómenos y de las series heterogéneas. Por este camino no se deja de lado el problema del papel de las series vecinas en la evolución literaria; por el contrario, se lo plantea en forma verdadera” (Tinianov, p.91). Y este papel de las series vecinas es fundamental por cuanto entre las series vecinas está la vida social con la que la literatura se correlaciona. Apunta Tinianov “La vida social entra en correlación con la literatura ante todo por su aspecto verbal. Lo mismo ocurre con las series literarias puestas en correlación con la vida social. Esta correlación entre la serie literaria y la serie social se establece a través de la actividad lingüística”. La literatura tiene una función verbal en relación con la vida social” (Ibíd., 97-98). Cuando focaliza el tema grueso de la tradición, Tinianov señala que la evolución de la literatura está imbricada a la idea de “sustitución de sistemas”. Estos cambios “no suponen un reemplazo repentino y total de los elementos formales, sino la creación de una nueva función de dichos elementos” (Ibíd., p.101). Como dato crucial hay allí la idea de evolución o cambio de época, se registra la historia, en tanto la literatura es sacada de su campo cognitivo “autónomo” y, al propio tiempo, se habla de “hecho literario”, esto es, producto humano dotado de temporalidad, devenido categoría histórica. En esta línea de interpretación, el contexto literario y la perspectiva diacrónica que implica tiempo, evolución e historia son recuperadas. De esta manera se produce un punto de inflexión porque se evita que el formalismo ruso se quede anclado en una poética exclusivamente lingüística para abrirse hacia el contexto y la tradición literaria. Asimismo Todorov, un autor que mantuvo un vínculo de admiración y crítica a la vez con respecto al Formalismo, en diversos trabajos se encarga de dar su contribución para desmontar el autotelismo del lenguaje. Cuando tematiza el ritmo, por ejemplo, insiste en que no se le debe dar lectura como elemento autosuficiente “con significado por sí mismo”, pues no está aislado del significado poético ni de la sintaxis ni de la imagen. En esta mirada emerge un nuevo registro de cara a desarticular los presupuestos más duros y dogmáticos del formalismo. En su reflexión empiezan a verse como muy importantes el contexto histórico y la tradición literaria. Entonces el formalismo queda atemperado y se llena de vida y de vida histórica. Definitivamente no es deseable ni de rigor teorético hablar de lenguaje literario como una modelística formal despojada de contenido histórico. Y es que pese a sus pretensiones iniciales, el formalismo ruso no puede escapar de la influencia de una tradición. En su médula se encuentra la huella de la antigua retórica griega con toda la riqueza de sus giros y recursos del lenguaje. En la historia del Formalismo ruso, Tzvetan Todorov distingue tres concepciones del lenguaje en literatura. La primera, no en el tiempo sino en el orden de importancia, es la que postula el autotelismo del lenguaje poético. La segunda, que sería en el tiempo la primigenia, es la concepción incubada en los estudios de V. Chklovski donde enfatiza que la percepción poética es necesariamente la experimentación de la forma. Según esto, no es el lenguaje el que sería autotélico, sino su recepción por el lector o el oyente. Y, finalmente, una tercera concepción, donde el aporte de J. Tinianov disuelve la noción misma de lenguaje poético y la sustituye por “hecho literario”, categoría histórica. Tinianov, a juicio de Todorov, no deja espacio para un conocimiento autónomo de la literatura, pues su fórmula conduce hacia dos disciplinas complementarias: una ciencia de los discursos que estudia formas lingüísticas estables, y una historia que se hace cargo de la noción de literatura en cada época dada (Crítica, ob.cit., pp.24-36). En perspectiva, la contribución del formalismo fue fundamental para el dominio de la poética, contribuyó a dotar de contenido científico a los estudios sobre la lengua en la diversidad de sus expresiones, al tiempo que construyó fundamentos para abordar la literatura como objeto de comprensión. Habría que añadir que las investigaciones de los Formalistas constituyeron un paso necesario para el desarrollo literario, pues permitió explorar a fondo los distintos elementos y procedimientos lingüísticos que intervienen en la función poética. Con este tipo de estrategia metódica se consiguió “aislar” los materiales del lenguaje poético para estudiarlos en su especificidad, leerlos en su dimensión “positiva” de cara a formular una definición lingüística transhistórica de la función poética. Esta operación epistemológica fue fundamental porque permitió un avance inusitado de la teoría literaria, los métodos y recursos del lenguaje poético. Sin embargo, el precio de esta empresa fue la exclusión del contexto histórico y de la tradición. Por ello, es un terremoto lo que ocurre con la teorización de Tinianov. Con este autor es recuperada la historia y la tradición literaria. Ello constituye una reapropiación enriquecedora vista la literatura como campo de las ciencias humanas. Pero al propio tiempo, le impone a la literatura un pesado hándicap, pues es angostado el espacio para su estudio autónomo, en tanto la noción de lenguaje poético en el enfoque de Tinianov, queda francamente averiada. Referencias Hegel, G. W. F. (1983). Fenomenología del espíritu. Ed. Fondo de Cultura económica. México. Jacobson, Roman (1963). Essais de linguistique génerale. Ed. de Minuit. París. ______________ (1973). Questions de poétique. Edit. Seuil. París. Eichenbaum, Tinianov y otros. (1978). Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Antología. Ed. Siglo XXI. México. Todorov, Tzvetan (1981). Teorías del símbolo. Ed. Monte Ávila Editores. Venezuela. ______________ (1991). Crítica de la crítica. Ed. Monte Ávila Editores. Venezuela.

LA INCURSIÓN DE LA LÓGICA ANALÍTICA EN LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA / Ángel Américo Fernández

Es muy vieja la aspiración de las ciencias nomológicas de invadir el campo de las ciencias sociales para imponer a través de sus métodos una mirada positivista en la comprensión de los asuntos humanos. A partir de la tesis de una supuesta unidad de las ciencias, según la cual las ciencias todas se componen de teorías y, por tanto, no debe haber diferencias en el nivel del método, se han puesto en marcha tentativas varias para hacer encajar las ciencias humanas, interpretativas o hermenéuticas en los esquemas legaliformes de tipo empírico-analítico. El trabajo de Jurgen Habermas (1996) en La lógica de las ciencias sociales ha puesto de relieve el marco teórico-metódico que sirve de andamiaje a la invasión de las vertientes lógicas sobre dominios de las ciencias del espíritu. Partiendo de la unidad de las ciencias mantenido por Popper, las teorías permiten la deducción de hipótesis legaliformes que sirven a la explicación y al pronóstico, de modo que para unas condiciones iniciales dadas se puede con la ayuda de una ley, inferir el estado que va a seguirse o, a la inversa, para un estado final dado, se puede basándose en una ley, sacar las respectivas conclusiones acerca de las condiciones iniciales (p.107). Este esquema, muy avenido para las ciencias nomológicas, sirve de apoyo al enfoque logicista para incursionar en terreno de los asuntos y motivos humanos. El empeño es trasladarlo a la interpretación de las ciencias históricas en aras de establecer causas, que ellos llaman condiciones iniciales, y las consecuencias que serían la evolución posterior o estado final. Precisando: un evento de alguna clase específica E, en un determinado espacio-temporal se le da lectura considerando unas determinadas causas que lo determinan, de donde se desprende que el aserto según el cual un conjunto de eventos C1, C2, C3 etc., han actuado como causas del evento a explicar, equivale a afirmar que, de acuerdo a ciertas leyes generales, un conjunto de eventos de la clase mencionada viene acompañado por un evento de la clase E. Desde esa perspectiva, las vertientes de la lógica analítica incursionan ambiciosamente en asuntos capilares como hecho histórico, causas, consecuencia, legalidad etc., para el abordaje de la interpretación histórica. La tentativa es disponer de un “reservorio” de leyes generales que sirvan de marco explicativo en el mundo de la historia. De esta manera es renovada la vieja tentación de tratar a los fenómenos humanos como si fueran fenómenos naturales, tratando de captar recurrencia y regularidad para fijar como “ley” cierta “causalidad” que explica hechos históricos, obliterando que las ciencias humanas son por su constitución y cantera de lenguaje disciplinas hermenéuticas. Y, como decía Dilthey: en la vida histórica se nos presentan fines de los que nada sabe la naturaleza “El juego de las causas eficientes, sin alma alguna, es reemplazado aquí por representaciones, sentimientos y motivos (El mundo histórico, 1944, p.46). Una de las empresas logicista más audaces y ambiciosas fue la emprendida por Popper, Hempel y E. Nagel en el paso de las décadas 50/60 del siglo pasado con el propósito de aplicar a la historia las coordenadas de la lógica para subsumirla en una estructura hipotético-deductiva y tratarla conforme a un esquema de causalidad que facilitaba ingresar leyes generales en los sucesos históricos. En esta dirección epistemológica se buscaba encuadrar la historia bajo el formato de enunciados como el que sigue: sobre el evento E, sea A una acción específica realizada por un individuo X en la ocasión T a fin de alcanzar algún objetivo O. (Habermas ob. Cit., pp.107-110). Sin embargo, sea el que fuere el enunciado lógico que verse sobre un suceso, aunque el historiador lo haya aferrado deductivamente, no por ello se puede afirmar que el evento queda en el marco de una ley. El evento histórico está transido por lo probabilístico y, en no pocas ocasiones por la incertidumbre. Y ello es así, porque detrás de cada evento histórico hay un magma de fondo y un cuerpo fluvial de “redes estocásticas” que actúan en las causas; éstas no funcionan como en las relaciones causa/efecto de la naturaleza sino como motivos, intereses y pasiones humanas. Por tanto, es imposible entenderlas o subsumirlas en rígidos criterios empírico-analíticos. Para la mirada positivista “no hay ciencia más que de lo general”, pero las disciplinas histórico-hermenéuticas que no se rigen por la medición sino por la interpretación y el lenguaje, tienen su cantera en la pluralidad y multiplicidad de hechos singulares. Dice Hegel en su Fenomenología del espíritu que “en lo que concierne a las verdades históricas… se concederá fácilmente que versan sobre la existencia singular, sobre un contenido visto bajo el ángulo de lo contingente y lo arbitrario, es decir, sobre determinaciones no necesarias de él” (1983, p.28). En esta perspectiva, el historiador siempre va al fondo y busca cuestiones decisivas, por lo que está desafiado a explicar el suceso considerando condiciones suficientes. La búsqueda de causas no encuentra límites en el campo lógico de ningún enunciado, y ello, porque bregando con condiciones de incertidumbre, el historiador en última instancia apela a su juicio histórico. Mas las justificaciones de este tipo ya no pueden ser objeto de ulterior análisis en un marco positivista. (Habermas, ob. Cit., p. 109). Parece claro que el rodeo metodológico que emprende el historiador supone un conjunto de elecciones sobre los aspectos sustanciales de un suceso histórico, y las dimensiones distintas que lo componen. No cabe duda de que la elección que hace el historiador en su envite antecede a los supuestos probabilísticos que se hacen ingresar en la conexión de determinadas variables y, por tanto, no pueden someterse a comprobación para consolidar una ley. Los puntos de vista que permitan al historiador hacer sus elecciones, pertenecen a interpretaciones generales, teorías marco o visiones del mundo del investigador de la historia y, por descontado, no adscritas a un régimen de comprobación. Estas teorías o visiones del mundo a modo de paradigmas generales se constituyen en coordenadas de interpretación porque las mismas forman parte de la formación previa del sujeto que investiga. De modo que el historiador dispone de una “caja de herramientas”, amplio margen de información, estructuras cognitivas, contexto y manejo de datos, conservando un espacio de decisión para hacer valer su “juicio histórico”. Y en este terreno nada puede hacer la lógica explicativa bajo leyes generales, pues se entra de lleno en el campo de una hermenéutica filosófica. Una vez dada esta ubicación, el historiador tiene un campo abierto de posibilidades para hurgar en la tradición, la cultura y el bullir de intenciones que movilizan a los sujetos sociales, y en ese dominio se fundamenta mucho más una interpretación y una narrativa que un modelo lógico. En una interpretación narrativa más que deductiva es posible desentrañar los plexos de sentido anclados en las acciones de los sujetos dotados de lenguaje que se encuentran enredados en una historia. Habermas apela al ingenioso trabajo de William Dray para horadar en el planteo positivista logicista. Este autor pone en tela de juicio la aplicabilidad del covering law model (modelo de ley de cobertura) a la investigación histórica. Trata de mostrar que la investigación histórica no cumple la condición de subsunción bajo leyes generales, y tampoco precisa cumplirlas (Ibíd., p.110). Dray explica sus tesis con un ejemplo: “Luis XIV murió en la impopularidad porque había seguido una política que era lesiva para los intereses nacionales de Francia”. Ante las objeciones del historiador sobre la problemático de considerar ese enunciado como una “ley” general, el lógico acudirá al expediente de formular enunciados más explícitos, tales como “los gobernantes que siguen una política contraria a los intereses de los súbditos se hacen impopulares”, y seguramente ante la argumentación del historiador de que cada “política” de un gobernante se le debe dar una lectura singular dentro de un contexto y determinadas circunstancias, la respuesta de tenaza del lógico será la de añadir especificaciones a la “ley” tratando de enunciarla en forma más precisa, por ejemplo: “Los gobernantes que implican a sus pueblos en guerras, persiguen a minorías religiosas y mantienen una corte parasitaria se hacen impopulares”. Resulta obvio que esta estrategia del lógico conduce irremisiblemente a una serie indefinida. Luego, no puede darle cierre a su peculiar libro de historia. Contra este tipo de planteo, los argumentos del historiador rebasan las tenazas del modelo de cobertura logicista, pues siempre puede alegar en el magma de los acontecimientos, la tradición y los azares, nuevos elementos explicativos que no pueden ser encapsulados en el rígido marco de una ley general. En esta dirección, Habermas ha apuntado que el enunciado elegido por Dray no es el más afortunado. En efecto, brota de bulto que por ser tan acotado y restringido le da una cierta capacidad de maniobra a las tenazas del “lógico”. Pero si en lugar de ese enunciado elegimos otro de mayor complejidad y más omniabarcante en tiempo, espacio, condiciones o tradición, sería aun más complicado regimentarlo en los protocolos de la lógica. Por ejemplo: el derrumbe de un imperio, las causas de una guerra o la expansión de un movimiento religioso. Sostenemos sin ambigüedades que a medida que aumenta el contenido empírico y la variedad del paisaje de actores humanos junto al entrevero de ideologías, pasiones, motivos e intereses, queda completamente averiada hasta la nulidad la “capacidad de maniobra” del “lógico”. Y es que el historiador cuando indaga sobre causas no tiene en mente una colección de enunciados lógicos, pues en el horizonte de su mirada se alza imponente la tupida trama y complejidad del “mundo histórico”. Es el mundo y no la lógica su problema. Referencias Dilthey, Wilhelm. (1944). El mundo histórico. Edit. Fondo de Cultura Económica. México. Habermas, Jurgen (1996). La lógica de las ciencias sociales. Edit. Tecnos, Madrid. Hegel, G. W. F. (1983). Fenomenología del Espíritu. Edit. Fondo de Cultura Económica. México.

TRES RELATOS MARXÓLOGOS: MARX, UTOPÍA Y DISTANCIAS / Ángel Américo Fernández

En la abigarrada selva de contribuciones teóricas herederas de la obra de Marx se encuentran textos de tipos diversos que pueden ser filosóficos o ideológicos, algunos que ponen el énfasis en los aspectos prácticos de la lucha revolucionaria, otros que insisten en los aspectos del método dialéctico, otros más que abordan los circuitos de lo económico e incluso se encuentran los que hacen un periplo por la estética y los asuntos culturales. La tesis central que anima el presente ensayo es que entre una amplia cantera de obras, agenda de temas y estilos de pensamiento relativos a la producción intelectual marxóloga, es posible elaborar una taxonomía que permite clasificar el marxismo en tres grandes vertientes, relatos o tipos: 1. El marxismo de Marx 2. El marxismo-leninismo y 3. El marxismo crítico. l. El marxismo de Marx Es el marxismo fundador ligado a las luchas sociales y políticas de Europa en la segunda parte del siglo XIX en la que el propio Marx fue protagonista no sólo como escritor sino como actor y animador. Este contexto de “la lucha de clases” en Francia, Inglaterra y Alemania, se corresponde con la fase de creación del marxismo en cuanto el autor de la teoría, Karl Marx, emprende la monumental tarea de dotar de fundamentos a las luchas del movimiento obrero mundial. Es el marxismo que en textos centrales como la Ideología Alemana (1845) y los Manuscritos económicos filosóficos de París (1844) aborda el problema de la emancipación del hombre, toma distancia neta de la religión, rompe con la filosofía idealista y con toda la filosofía metafísica, y finalmente, considerando la experiencia histórica alemana rompe con el respeto al Estado. En este último aspecto, tras constatar en ese país la continuidad crónica del absolutismo, llega a la conclusión de la debilidad de las soluciones políticas y se decanta por soluciones totales o radicales depositando su confianza en una clase, el proletariado, para realizar la tarea de una revolución social. Asimismo, es el marxismo de la teoría desplegada mediante el método dialéctico heredado de Hegel, pero despojado de su halo místico, que introduce para las Ciencias humanas una visión para comprender la sociedad moderna capitalista como un campo de contradicciones históricas: el valor se opone al precio, la plusvalía se opone al salario, el capital se opone al trabajo, la burguesía es el opuesto antagónico del proletariado, el carácter social de la producción se opone al modelo privado de la apropiación. Pero también es el marxismo del Manifiesto Comunista que declara explícitamente la tesis de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y las llamadas medidas prácticas como las expropiaciones y estatizaciones, aunque -hay que decirlo- se trata de un texto que no es comparable en rigor y enjundia con otros del mismo Marx. Y finalmente es el marxismo que no se conforma con la mera crítica hermenéutica de la ideología, la filosofía, la religión o el Estado, sino que es mucho más ambicioso, quiere ser científico, se propone analizar el funcionamiento del modo de producción capitalista, pero además fundamentar la revolución en una ciencia. En efecto, Marx procede como lo haría cualquier investigador positivista que opera con las reglas de la ciencia occidental. “En la presente obra nos proponemos investigar el régimen capitalista de producción y las relaciones de producción y circulación que a él corresponden”. (El Capital, volumen I, Prólogo). Pero al aceptar las reglas de la ciencia, Marx coloca a su teoría y a su revolución sobre un tablero agonístico que implica pruebas y refutaciones. Y es allí donde comienzan a hacerse visibles serias grietas e inconsistencias, porque al pronosticar el derrumbe del capitalismo, al anunciar la revolución proletaria teniendo como ancla la teoría del valor-trabajo, pronto quedará expuesto por el tiempo histórico y por la evolución de la ciencia económica moderna. En efecto, Marx adoptó el error de David Ricardo e hizo suyo el concepto de valor como “substancia”, según la cual las mercancías tienen un valor absoluto y el trabajo es la substancia de ese valor. Tardarían 100 años de evolución de la ciencia económica para que se llegara a clarificar que lo que determina el valor de un bien no es el trabajo que requirió sino la capacidad de satisfacer las necesidades de otros seres humanos que lo demandan. Por tanto, el valor no es una substancia sino una relación. Esta formulación es central en la economía política moderna y en esa dirección se encuentran fabulosos textos en Venezuela como los del investigador Emeterio Gómez. De modo que en la composición del valor como relación –valor relativo- queda implicada una condición de no-dependencia del trabajo, en la medida en que intervienen otros factores como la escasez, la demanda, el tiempo y hasta las expectativas y valoraciones de los sujetos económicos. Sintetizando: cuando es exorcizado el fantasma sustancialista se impone la realidad inapelable de que el valor se constituye en el mercado. “El valor sólo puede ser valor de cambio o precio y […] esta es la única realidad estrictamente mercantil.” (Gómez, Emeterio, Socialismo y mercado). En el despliegue del trabajo de Marx había quedado una huella nefasta sobre la sociedad fundada en el mercado y el precio. Por tanto, en la sociedad del futuro el mercado debía desaparecer. Pero desplomada la teoría del valor-trabajo, queda seriamente averiada la teoría de la plusvalía y ello deja como meramente especulativa la teoría del derrumbe que, por cierto, ha sido literalmente barrida por el laboratorio de la historia. Es por ello que marxólogos y exegetas al constatar que la teoría de Marx ha sido rebasada por “los hechos”, han estado corriendo detrás de éstos para remendar y maquillar la teoría. Es lo que explica diversas cabriolas y enroques como aquella de que Marx no quiso explicar el capitalismo y los precios sino elaborar una teoría de la alienación –tamaño embeleco-, o cuando vieron a naciones prosperando con capitalismo y mercado ¡oh sorpresa! se apuraron para llegar a postular sin rubor alguno “socialismo de mercado”. En una mirada epistemológica sobre la ciencia Imre Lakatos sostiene que cuando una teoría explica o predice hechos nuevos es una teoría progresiva. Por el contrario, si la teoría se retrasa con relación a los hechos, el programa de investigación es regresivo. (Lakatos, Programas de investigación científica). Cuando se ve a los seguidores de un paradigma corriendo tras “los hechos” sin poder explicarlos y sólo apremiados por hacer trabajo de utilería con el fin de poner suturas en la teoría, entonces se dice que la teoría ha sido rebasada por los hechos. Este es el caso del marxismo, el de Marx. En consecuencia, estamos en presencia de una teoría regresiva. Naturalmente, los marxistas todavía pueden invocar su revolución, tal vez en nombre de principios humanistas, vínculos afectivos o hasta éticos, pero lo que sí no pueden hacer es afirmar que la revolución tiene un fundamento científico. II. El marxismo-leninismo Carece de sentido tratar las proposiciones de la ideología oficial soviética a nivel cognoscitivo: pertenecen al dominio de la razón práctica, no al de la razón teórica. Herbert Marcuse. Esta peculiar versión del marxismo, a diferencia de la primera, no es motivada por un interés de fundamentación teorético o en el nivel epistémico, sino gobernada por los apremios de la práctica, toda vez que tras el triunfo de la revolución de Octubre de 1917 se hizo necesario en Rusia desmontar las rémoras del régimen zarista semifeudal y emprender la tarea de construir la sociedad socialista. De allí las preocupaciones prácticas de Lenin para encarar las demandas de los procesos reales en términos de tácticas y estrategias, considerando las especificidades de una revolución en un país atrasado y cercado por países pujantes del capitalismo. En este contexto, se privilegiaron cuestiones como la industrialización, la electrificación, la incorporación del campesinado en la órbita teórico-práctica y, dado el carácter “inmaduro” del proletariado, se desplaza el agente revolucionario hacia el partido centralizado como vanguardia del proletariado. Este marxismo en sus formulaciones tiene un carácter pragmático e instrumental. Se trata de la puesta en escena del marxismo que debe organizar la sociedad, implantar la dictadura del proletariado, organizar a los trabajadores, poner en marcha una nueva maquinaria de Estado e iniciar un disciplinamiento social y cultural para la transición hacia la sociedad del futuro. Pronto asumirían que se debía apalancar la revolución “desde arriba”. La sociedad lanzada en un movimiento inédito en busca de una utopía, se fue convirtiendo en un campo de experimento e ingeniería social en el que se edificó un nuevo esquema de poder con base en los sóviets o concejos de obreros, campesinos, estudiantes etc. pero con la debida preeminencia de un Soviet Supremo; abolición de la propiedad privada, expropiaciones de tierras a los campesinos ricos, control sobre la distribución de alimentos como arma política, estatización de la economía, planificación económica centralizada, colectivización del campo y fuertes medidas de control social desde el Estado/partido. A la muerte de Lenin ya se había construido el andamiaje para su sucesor. El paso de Lenin a Stalin constituyó un cambio de intensidad en términos de crecimiento de la dictadura, de la centralización autoritaria y, finalmente, la deriva totalitaria. Stalin encontró la excusa perfecta para su sistema férreo: la “amenaza capitalista”. A partir de allí queda inaugurada una era de terror, la colectivización forzada del campo incluye fusilamientos, el individuo desaparece al quedar subsumido en el Estado, se entroniza en el poder una burocracia política-militar y de intelectuales o artistas oficiales que sirve de cementación al Estado totalitario en sus prácticas y rituales. Asistimos a la peor versión del marxismo, una en la que se modifica para ponerle ropaje a cada envite generado por prácticas políticas de control total con el señuelo de “fines superiores” u “objetivos históricos”. Es el marxismo instrumentalizado para justificar la escalada de un Estado represivo y totalitario. Es el marxismo convertido en oráculo; contra el propio Marx sufre la conversión en una ideología oficial. El marxismo así concebido pierde su contenido crítico, es despojado de su valor hermenéutico y epistemológico para desplazarse hacia una “concepción del mundo” reglamentada desde el poder. Tal como lo aprecia Herbert Marcuse “Pasa a formar parte de la superestructura de un sistema de dominación establecido, el movimiento del pensamiento es codificado en sistema filosófico”. El marxismo-leninismo y su deriva stalinista se constituyó en una ideología al servicio de un “museo de horrores”. 3. El marxismo crítico La vertiente crítica es una expresión del pensamiento marxista que recupera diversos aportes y sensibilidades intentando rebasar la problemática del simple “economicismo” en el esquema de “socialización de las relaciones de producción” o la cuestión añeja de la “dictadura del proletariado”. Aunque son muchos los autores que podrían formar parte de la entonación crítica, parece claro que la agrupación que mejor realiza ese espíritu, por su alcance cultural y civilizatorio es la Escuela de Fráncfort con notables pensadores como Adorno, Marcuse, Horkheimer y Benjamín. La crítica no se focaliza sólo sobre el sistema económico capitalista sino sobre todo el complexus de Episteme y el cuerpo valórico e histórico-cultural que le sirve de soporte: la civilización occidental. El punto de partida de Fráncfort es que el mundo asiste al “desvanecimiento” de la “razón objetiva”, esa razón substancial o global tan apreciada por los griegos clásicos y aún por los primeros modernos, donde el cosmos constituía una unidad entre el hombre y la naturaleza Realizando la idea de comunidad natural/racional plena que dotaba de un sentido trascendente al mundo. Es la razón entendida como logos, como razón comprehensiva donde conocimiento y ética se encuentran religados. Es la idea de razón completamente distinta a la separación que ha impuesto el pensamiento moderno entre naturaleza y cultura. El pensamiento de Frankfort realiza la constatación histórica y filosófica de que el desarrollo de la modernidad avanzada ha operado una fractura de la razón objetiva, ésta se ha escindido con el triunfo de la razón subjetiva, un tipo de razón reduccionista y unilateral que privilegia la racionalización de los medios con vista al fin de dominación o razón instrumental. Deviene la razón como una cualidad del sujeto, frío instrumento de cálculo de medios óptimos para lograr fines ajenos a la razón. Esta racionalidad de la dominación encuentra su mejor elaboración en la moderna sociedad tecnológica. Con ese telón de fondo, es preciso un apretado resumen de las principales tesis de Frankfort. Su idea central es la “crítica radical de la razón occidental”. La sociedad occidental es una barbarie, hay que aquilatar las potencialidades destructivas del progreso. La civilización tiene todas las posibilidades de “convertir el mundo en un infierno”. La razón instrumental es la lógica de la dominación. La racionalidad burocrática no es sólo fenómeno del capitalismo, es extensiva e inherente al llamado campo socialista. La liberación implica recuperar la dimensión utópica del humanismo. Una crítica radical desde el no-lugar, el lugar de la utopía, constituye una brutal contestación contra la dominación. La razón instrumental en cuanto arbitra medios (ciencia, tecnología, administración etc.) para dominar la naturaleza, sirve a su vez al propósito de dominar al hombre. La lógica del dominio de la naturaleza debe ser impugnada. La industria cultural es la cosificación del hombre unidimensional. La dimensión estética es el lugar donde se condensa la mayor fuerza crítica de la sociedad antagónica. Sin embargo, siendo la crítica la cantera que exhibe su mayor riqueza, es también su principal problema, porque la crítica es su método pero también su propuesta. La crítica se desliza por un flujo y reflujo estetizante, y no se hace presente un cuerpo propositivo que permita explorar y responder la pregunta ¿Hacia dónde? Ni pensar en un modelo económico o político. Tomemos con pinza, por ejemplo, una tesis cardinal, a saber: “crítica de la razón occidental”. (Aclaremos que los maestros de la sospecha no son muy avenidos a sintonizar con preguntas que provengan desde algún enclave de “realismo”). Si abandonamos la razón occidental, una pregunta de base sería ¿Cuál es la alternativa? ¿Acaso la razón eslava? ¿Acaso la pulsión irracional? Si la cultura occidental la abandonamos por segmentos ¿Entra en deposición la razón médica con su paquete de inventos contra las enfermedades? ¿La alternativa es un regreso del reloj de la historia, tal vez antes del Descartes de la “res cogitans”? Cuestión esta última pantanosa porque toparíamos con la edad media donde la razón era sierva de la teología. ¿Implicaría poner en el invernadero o retirar por completo la tecnología? De modo que esa son sólo algunas de las preguntas que surgen ante la deconstrucción de la razón occidental. La escuela de Fráncfort prefigura ciertamente el destino de un paraíso, pero la aeronave tiene serios problemas con la escalera y con el tren de aterrizaje. Hay en esa línea de pensamiento un espíritu melancólico, una especie de nostalgia por la “Razón objetiva”. Por lo demás, la razón objetiva y la razón subjetiva son por igual hijas de la civilización occidental. Asimismo, la idea de crítica es propia de la modernidad occidental desde Descartes hasta Lutero y desde éste hasta la Ilustración, alcanzando su mayor sistematización en el programa de Kant.