sábado, 7 de mayo de 2022

El mundo histórico: fragmentos de hermenéutica / Ángel A. Fernández *

En lugar de echar mano del concepto de historia como sucesión de hechos, eventos o acciones ubicadas en el espacio y en el tiempo, Wilhelm Dilthey prefiere el exquisito y estético concepto de mundo histórico. Con esta estrategia teórica ha dado un paso trascendental para la fundamentación de las ciencias del espíritu, por cuanto ha introducido el concepto de Mundo que está habitado por un principio complejo. El término mundo ya implica sentido. En efecto, “mundo histórico” ofrece diversos planos de significación. En un nivel empírico o de “positividades” se puede identificar los hechos o acciones históricas en su dimensión “objetiva”, como mundo de los “objetos” o creaciones históricas. En otro registro pero de capital significación se encuentra el mundo subjetivo o de las conexiones psíquicas de los individuos que a partir de sus “vivencias” hacen las más diversas interpretaciones. Mas, coordinar acciones a través de la mediación del lenguaje supone la intersubjetividad como bisagra maestra para construir mundo histórico. En el proceso de comprensión de los acontecimientos humanos ocupan un papel importante nuestras vivencias, pues en las ciencias del espíritu los hechos se presentan “desde adentro” en la vida anímica. No obstante, la simple apelación a las vivencias no basta para aferrar el contenido de la historia. Es necesario además hacer hermenéutica filosófica que implica, por una parte, indagar en los textos o mensajes heredados de la tradición; y, por la otra, hace valer el juicio histórico con base en cierto marco teórico y valorativo inseparable del espíritu pensante que investiga. Parece claro que se trata de aferrar el espíritu o las motivaciones espirituales de las distintas objetividades del ambiente histórico como expresión de manifestaciones de vida, sean Estados, iglesias, guerras, naciones, movimientos, creaciones culturales etc., para fijar la formación de sentido. Y ello demanda transitar el pasaje de la psicología hacia la hermenéutica que implica hallar los nexos de ideas, los lazos del lenguaje, examinando los mensajes que nos llegan y que demandan ser comprendidos. De allí el entronque nodal con el universo pragmático-semántico de las comunidades históricas para hacer realidad la comunicación entre el individuo (unidad psicofísica) con el mundo “de los otros” que producen y constituyen sentido, porque >queda implicada la intersubjetividad, la relación comunicativa con otros individuos y, por tanto, la noción de mundo compartido (Estado, familia, iglesia, instituciones, arte, filosofía, ciencia) que supone un mundo simbólico. En consecuencia, el concepto de mundo histórico, tal como se desprende de la filosofía de Dilthey, condensa componentes positivos al lado de elementos subjetivos e intersubjetivos, pero además integra elementos teóricos e ideológicos porque asume, consustancial con su postura hermenéutica, las concepciones o visiones que se tienen acerca de ese mundo. El punto de arranque es la “vivencia” porque opera como una estructura de significación. La vivencia está repleta de significado y al conectarse con otras vivencias reconstruye un tejido semiótico que sirve de enganche para penetrar e interpretar en el mundo histórico. Dilthey encara explícitamente que si los “objetos” de las ciencias naturales privilegian los fenómenos físicos en sus relaciones causa/efecto condensadas en leyes universales, entonces las ciencias humanas, como rasgo sustancial de diferenciación, deben aprehender las motivaciones espirituales. Por eso, mientras en las ciencias naturales prima la explicación (Erklären), en las ciencias del espíritu lo fundamental es la comprensión (Verstehen) destinada a captar el espíritu y sentido de los productos de la cultura humana, desde costumbres, mitos, leyes, valores hasta obras de arte y sistemas de pensamiento. En el estudio de lo humano es esencial aferrar el espíritu, los hilos invisibles de tipo espiritual que animan el movimiento de las objetividades que se forman en el mundo histórico condensados como nexos de lenguaje, para activar la empresa hermenéutica en pos de arribar a la comprensión de las “formaciones de sentido”. El mundo histórico es el lugar de los acontecimientos humanos como expresiones de vida, es el lugar del lenguaje y de la acción; es el bosque por donde se desplaza la trama de intereses y de poder, campo de pulsiones y de relaciones de fuerza, territorio de las guerras entre estados; asimismo es lugar de la intersubjetividad, espacio de comunicación y de “acuerdos”, mundo bizarro y agonal, pero a la vez campo de invención, creación e imaginación. Mundo de hechos pero también mundo de símbolos y de lenguaje, mundo de acciones pero también de explicaciones, racionalizaciones y teorías. Se trata de un mundo en el cual un gesto o una palabra pueden generar un campo de irradiación capaz de producir cambios y modificaciones en el tegumento social. El mundo histórico es el elemento y ambiente de lo meramente humano con su mezcla de componentes racionales e irracionales. Es el medio para la acción pero también para la palabra que es, a su vez, acción, acto de habla o acción comunicativa. El mundo histórico se presenta también como campo estratégico del discurso, el ardid retórico tiene allí su lugar; la manipulación, el engaño, la intriga, el envite ideológico, encuentran un campo fértil para su expansión, puesto que la propiedad psíquica de lo humano lo alimenta con sus pasiones e intereses. Dilthey echa mano a la noción hegeliana de “espíritu objetivo” pero no lo hace para mostrar el aporte de Hegel a las concepciones de la historia, ¡no! Lo hace para producir el desplazamiento de la psicología a la hermenéutica, para dar el paso de la dimensión psíquica hacia el mundo histórico que es el ámbito donde se produce y se constituye el sentido. En efecto, el mundo histórico en cuanta condensación de Estado, leyes, instituciones, costumbres, cultura, arte, ciencia, etc., configura el entramado simbólico que hacen posible las “conexiones significativas” en un marco de temporalidad. Por tanto, ese mundo humano pleno de “vida histórica”, vida política o estética, constituye el lecho pragmático-semántico que hace visibles las claves para poner en marcha el proceso de comprensión hermenéutica. Entonces, la vivencia queda en buena compañía porque la “puesta en escena” de la escritura, el texto, el documento con su caudal de “mensajes” referido a comunidades discursivas concretas, abre las posibilidades de la interpretación en un contexto de sentido alimentado por sujetos de lenguaje y acción. *Investigador en Historia y Filosofía de la ciencia. *Profesor de Postgrado Para seguir leyendo: Dilthey, Wilhelm. (1944). El mundo histórico. Edit. Fondo de Cultura Económica. México. --------------------- (1944). Introducción a las ciencias del espíritu. Edit. F.C.E. México. Hegel, G. W. F. (1983). Fenomenología del Espíritu. Edit. Fondo de Cultura Económica. México.

jueves, 5 de mayo de 2022

NICOLÁS MAQUIAVELO: LA HISTORIA COMO UNA ESCUELA PARA LA TEORÍA DEL PODER /Angel A. Fernández

Nicolás Maquiavelo: La historia como escuela para una teoría del poder Ángel Américo Fernández El mismo año 1469 en que Pedro el Gotoso pasa a mejor vida y en que Lorenzo, que habrían de llamar el Magnífico le sucedió, nació en Florencia un 3 de mayo Niccolo di Bernardo dei Machiavelli en el seno de una familia de clase media ligada a profesiones liberales, pues eran escribas de empleos modestos pero amantes de la cultura y de la libertad de espíritu. El hombre, el autor que la posteridad conocería sencillamente como Maquiavelo, según el buen decir de sus biógrafos, en su juventud emprendió lecturas de los antiguos y modernos, de los historiadores y poetas. Su trayectoria profesional lo ubica en los cuadros de la burocracia en la República de Florencia ligado desde sus comienzos en los asuntos y oficios de la cancillería. El abordaje de la obra de Maquiavelo, en especial su teoría del poder con base en acontecimientos claves de la historia, exige necesariamente una hermenéutica del contexto. Y en este sentido, se debe apuntar que la situación política de Italia en el siglo XV estuvo signada por desgarramientos intestinos, guerras civiles, corrupción y degeneración política que trituraban el orgullo de la vieja herencia romana. La realidad italiana de esa época de transición era la de de un polvareda de principados efímeros. “En torno a cuatro ejes fijos –Roma, Venecia, Milán, Florencia- había una multitud de de Estados proliferando, pululando, pudriéndose, haciéndose, deshaciéndose, rehaciéndose, con ayuda, la más veces, de los extranjeros, franceses y españoles, que habían invadido Italia”. (Chevallier, 1977, p.6). Este es el contexto histórico en que le toca reflexionar a Maquiavelo, época desgarrada de heridas profundas para la italianidad. Era común que en medio de aquellas luchas, tanto Roma como también otras repúblicas y principados, apelaran a ejércitos mercenarios para ejecutar sus guerras, los cuales a menudo traicionaban al Estado contratante, retardaban la guerra de acuerdo a sus intereses y, no era extraño incluso que se aliaran con ejércitos extranjeros si les resultaba provechosos de acuerdo a sus cálculos crematísticos. En aquella Italia dividida, disgregada en un polvo de repúblicas y principados, agitada por guerras incesantes, puesto que los movimientos brownianos [caóticos] de esas partículas de Estado las arrojaban sin cesar unas contra otras. Este mosaico, que, de haber sido estable, habría podido conformar una figura azas bella y armoniosa, se encontraba pues en perpetua reorganización. Se luchaba por la posesión de un castillo, una colina, un puente o un puerto, o simplemente por el placer de luchar, y porque no había nada mejor que hacer. En cuanto se restablecía el equilibrio entre dos Estados, una nueva guerra volvía a cuestionarlo todo (Brion, Marcel, 2005, p.29). De esta manera se asiste en términos históricos a la patente paradoja de un esplendor intelectual y artístico conocido como “Renacimiento” coexistiendo al lado de una abominable degeneración política. El “país” estaba desmembrado, completamente dividido en principados y repúblicas de opereta, donde no fueron pocas las ocasiones en que el poder era alcanzado por un condottieri; figura nefasta y siniestra, mitad comerciante, mitad jefe militar, que resume muy bien la descomposición del territorio itálico en el paso del siglo XV/XVI. Las circunstancias históricas mostraban además otro contraste en el mapa europeo: mientras Italia estaba plagada de corrupción, atomización y de guerras intestinas, otras naciones como España, Inglaterra y Francia había alcanzado la unidad política y se habían convertido en Estados Nacionales. Maquiavelo admiraba esos procesos políticos de unidad nacional, en tanto tenía la dolorosa vivencia de cómo Italia se desgarraba en medio de la anarquía, la ruinosa lucha de partidos y el saqueo de las ciudades italianas por ejércitos españoles y franceses. Las ciudades italianas con su atomización y con sus pequeños ejércitos mercenarios eran incapaces de poner dique a la marea. (Kahler, E. 1973, p.285). Estas son las circunstancias históricas y de contorno que sirven al propósito de ubicar la reflexión teórica de Maquiavelo, desentrañar los motivos espirituales de su obra –para usar una frase de Dilthey-, explicar los objetivos que se ha planteado el escritor. Puesto que a Maquiavelo se lo ha leído simplemente como un apologeta de la monarquía absoluta, y la cosa no es tan expedita, hay que dar un rodeo bastante extenso y, sobre todo, auscultar en la subjetividad del gran pensador. Ciertamente, Maquiavelo clama por un príncipe, pero eso debe vincularse a la Italia de su época desintegrada y corrupta, plagada de luchas intestinas, pisoteada por ejércitos extranjeros, y que se ha hecho presa de esos comerciantes de la guerra que son los condottieri, muchos de los cuales después de sus abominables comienzos mercantiles arribaron al poder. Maquiavelo quiere a una Italia convertida en un Estado nacional. Maquiavelo, ha puesto en la balanza la constatación histórica de que si gobiernos republicanos no han servido para lograr en Italia la unidad política, entonces se requiere una monarquía tiránica para consolidar un Estado. Un príncipe lleno de recursos, capaz de tomar decisiones drásticas sin atender coordenadas religiosas o morales es lo que se necesita para la creación de un Estado nacional italiano. Esa es la profunda motivación espiritual que orienta la médula de la construcción de su teoría del poder. En una entonación casi aristotélica declara el hilo metódico conductor de su obra en forma de grandes preguntas, pues se propone investigar “Cuál es la esencia de los principados, de cuántas clases los hay, cómo se adquieren, cómo se conservan y por qué se pierden”. Maquiavelo comienza su reflexión teórica abordando los distintos tipos de principados. Apunta el autor que hay principados hereditarios, otros son completamente principados nuevos; pero hay otros constituidos como “agregados” o anexiones al estado hereditario”. Explica el autor que el estado hereditario con su anexión territorial de nueva cuenta (principado nuevo) forma un híbrido que conviene en denominar principado mixto. Asimismo estima que los estados hereditarios son estables por el peso de la tradición. Un estado hereditario es fácil de gobernar y no reviste ningún problema para el príncipe. “basta con no cambiar el orden de las cosas establecido por los antepasados y con saber contemporizar con los acontecimientos, si el príncipe tiene una mediana habilidad, conservará sus estados... (p.7). El monto, variedad y complejidad de los problemas aumenta cuando se trata de conservar el poder en los principados mixtos. En este caso el príncipe debe apelar a toda su inteligencia, debe hilar fino para evitar las fuerzas que pueden llevarle a la ruina. En este punto Maquiavelo diseña un código práctico de recetas, prescripciones y cursos de acción para que el príncipe pueda afianzar su poder en aras de garantizar la conservación del estado. En este sentido destaca su preferencia por fundar colonias en lugar de mantener ejércitos de ocupación costosos que generan el odio de los habitantes. Para el caso de una provincia distante y diferente de sus antiguos estados, convertirse en jefe y protector de los príncipes vecinos que no sean tan poderosos como él. Asimismo, en su teoría es decisivo debilitar el poder de los más fuertes, y tener cuidado de no permitir la entrada en la provincia de un príncipe extranjero poderoso. El príncipe debe contar con sus propias armas, ejércitos propios y nunca tropas mercenarias. Así como Maquiavelo indica claramente lo que el príncipe debe hacer para conservar un principado mixto, también señala lo que no se debe hacer, para lo cual toma como modelo el caso histórico del rey de Francia Luis XII cuando anexionó a su reino la Lombardía de Italia. El autor de El príncipe remarca las grandes erratas de Luis XII, a saber: 1. Debilitar los estados pequeños 2. Acrecentar el poder de alguien ya de por sí poderoso [la Iglesia]. 3. Introducir en el país un soberano extranjero de gran poder [el rey de España). 4. No haber venido a residir en el reino y 5. No haber establecido colonias. De crucial importancia en este tablero fue el grueso error de Luis XII de facilitar el ingreso del rey de España en el reino de Nápoles. Sobre tal hecho dice el florentino que para la conquista o anexión se deben poseer los medios necesarios “por tanto, si Francia tenía fuerzas suficientes para atacar el reino de Nápoles, debía hacerlo; si no las tenía no debía dividirlo”. Disponer de la maquinaria, tener fuerzas suficientes es la regla tanto para anexar como para conservar principados. Todos estos errores condujeron al descalabro y expulsión de Luis XII de territorio itálico. Pero en todo caso, en la perspectiva del gran pensador, se trate de un Estado, antiguo, nuevo o mixto, si se aspira conservarlo, el príncipe no debe descartar el uso de la fuerza, la violencia, el engaño y hasta el crimen. Y es que en Maquiavelo no se va a encontrar la discusión formal sobre el derecho abstracto para la adquisición o conservación de principados. En este sentido Jean-Jacques Chevallier (1977) apunta que los asuntos del derecho son dominios extraños para el autor de El príncipe. Este no se mueve más que en el dominio desnudo de los hechos, es decir, de la fuerza. Porque el triunfo del más fuerte es el hecho esencial de la historia humana. Maquiavelo lo sabe y lo dice implacablemente. […] Se trata de la pura y simple comprobación de un hecho natural, completamente trivial. Los principados que estudia Maquiavelo, son en general, “creaciones de la fuerza”. (p.13) Y esta es la visión de la historia cruda y dura que tiene Maquiavelo. En su libro es patente una operación intelectual en la que el espíritu humano es ingresado en una cápsula “in vitro” para verlo desnudo, completamente despojado de los asuntos de la conciencia moral, de la ética o del derecho. “Algunos han imaginado repúblicas y principados que jamás han existido”, (Maquiavelo, Ob.cit., P.61), por eso su antídoto de realismo, su tratado es el de la fuerza, un tratado de la anexión o conquista en sintonía con el examen de los métodos para conservar el Estado. Desde ese punto ese vista, continua con su propuesta de ofrecerle soluciones al príncipe para mantenerse en el poder. Cuando un estado conquistado está acostumbrado a vivir en libertad, identifica tres medios para mantenerse en él: “la primera, destruirlo, la segunda habitarlo, la tercera es dejarlo vivir según sus propias leyes pero haciéndole pagar un tributo tras haberlo dejado en manos de un gobierno compuesto por unas cuantas personas que se encarguen de mantener el orden. Sabiendo estas personas que sólo pueden estar allí gracias al favor y el poder del príncipe conquistador” (Ibíd., p.21). Pero cuando las ciudades están acostumbradas a vivir bajo el dominio de un príncipe, una vez extinguido el linaje de éste, como la gente está acostumbrada a obedecer, les costará mucho volver a empuñar las armas y, en consecuencia, será más fácil dominarlo. (Ibíd., P.22). Un concepto clave que recorre la obra del príncipe es el de la virtù, que no tiene nada que ver con la expresión francesa, sino término itálico asociado a energía, talento, valor y ferocidad. La virtù es un poderoso medio de adquisición de principados. En relación a los principados que se adquieren por las propias armas y el valor, son de vital importancia los méritos del que los ha conquistado. Referencia como modelo histórico a Moisés, Ciro, Rómulo y Teseo. El talento juega un papel estelar e igualmente la suerte o, mejor, la ocasión de establecer formas políticas convenientes, pero en estos casos, las dificultades más serias para el príncipe derivan de “los cambios en las leyes y las costumbres que tendrán que introducir para establecerse sólidamente en el país y asegurar su poder, nada hay más difícil de llevar a cabo que la implantación de nuevas leyes” (p.24). Sin embargo, ante el dilema de si los cambios se pueden realizar por persuasión o, por iniciativa del príncipe basado en la fuerza, Maquiavelo es lapidario: Cuando el príncipe depende de él mismo y puede utilizar su fuerza entonces muy pocas veces fracasan. “Por eso todos los profetas armados triunfan y los desarmados sucumben”. (p.25). Entre los métodos para conservar el poder, la crueldad tiene una plaza importante. Cuando del poder se trata en vista a su conservación no debe haber parámetros morales. De modo que a propósito de la crueldad, lo que se puede enunciar es sobre “el buen uso o mal uso de ella”. Podrá llamarse buena a la crueldad –si es que puede llamarse bueno al mal- que se ejerce sólo una vez y aun dictada por la necesidad de asegurarse el poder, usando de ella después sólo para servir al país. Las crueldades de las que se hace mal uso son aquellas que sin ser excesivas al comenzar un gobierno, en lugar de disminuir aumentan. (Ibíd., P.38) Y remata el autor con la conclusión de que aquellos príncipes que usen la crueldad de la segunda manera no podrán conservar el poder. La crueldad aparece aquí como simple cuestión “de uso”; pieza absolutamente práctica en beneficio de la conservación del Estado. Maquiavelo es el primer pensador que desarrolla discursivamente, es decir, pone y dispone en conceptos y categorías, la justificación de la “razón de Estado”. Sobre los principados civiles dice Maquiavelo: Estos tienen su origen en el favor de los ciudadanos. “El principado procede del pueblo o de los señores, según como se presente la ocasión”…pero “Aquel que obtiene el principado gracias al favor de los nobles le cuesta más mantenerse en el poder…” pues “ los nobles se sienten tanto como él [príncipe], y se someten difícilmente a su autoridad” (Ibíd.,p.39). El que llegue a ser príncipe con el favor del pueblo debe procurar conservar su afecto popular, cosa que resultará fácil, pues el pueblo sólo aspira una cosa: no ser oprimido. Pero el que llegue a ser príncipe contra el deseo del pueblo, sólo por el favor de los nobles, debe tratar de congraciarse con los humildes tomándolos bajo su protección […] Sólo diré que un príncipe se haga amar de su pueblo, de lo contrario sucumbirá ante la adversidad” (Ibíd., pp. 40-41). Este tipo de principados corre un grave peligro si el príncipe implanta una tiranía. Para cumplir con eficacia la tarea de aumentar su poder, posesionarse de principados y conservarlos, “el príncipe no puede perseguir otro objetivo ni tener otro pensamiento ni más ocupación que el arte de la guerra, pues ésta es verdaderamente la ciencia de los que gobiernan”. (Ibíd., P.59). El príncipe debe estar armado, en caso contrario, sus súbditos “viéndole indefenso sentirán hacia él un gran desprecio” (Id.). Maquiavelo insistirá en que para cualquier tipo de Estado se requieren “buenas leyes y buenas armas”. Pero si no hay buenas armas, las leyes se hacen inútiles. “Hay buenas leyes allí donde hay buenas armas”. Las leyes deben tener armas que las respalden. Cuando el pensador florentino aborda el asunto de las armas tiene en mente el desgajamiento de su Italia que ha sufrido la devastación, la traición y el pillaje de ejércitos mercenarios. Por tanto, cuando invoca “buenas armas”, está hablando de tropas leales y allegadas al príncipe, quiere un ejército de ciudadanos, aspira para Italia tropas italianas, un ejército nacional. En esa misma línea de pensamiento, pondera como nefasto para los estados el uso de soldados mercenarios, formados por hombres “indisciplinados, desunidos, ambiciosos y desleales, valientes con los amigos y cobardes con los enemigos”. Es un vicio grave que el príncipe confíe en ellos; si así ocurre sólo retardará su caída retrasando el día de poner a prueba su fidelidad […] “La actual ruina de Italia se ha producido precisamente por haber depositado toda la confianza en estas tropas mercenarias, que si bien al principio lograron algunos éxitos, tan pronto llegó el invasor extranjero mostraron de lo que eran capaces” (Ibíd., p.49). La experiencia histórica demuestra que los príncipes y las repúblicas bien regidas pueden realizar grandes hazañas y que los ejércitos mercenarios sólo dañan a monarquías y repúblicas. En los capítulos XV hasta el XVIII de El príncipe se encuentra la médula del maquiavelismo que declara la expulsión de la ética de los asuntos vinculados a la conservación del poder. Sería magnífico –dice el florentino- que el príncipe reuniera todas las buenas cualidades, pero la naturaleza humana no es perfecta. Mas, independientemente de las cualidades o defectos que tenga, el príncipe no deberá preocuparse “por las críticas de los defectos que resulten útiles para la prosperidad del país”. Para su receta de intervención “técnica del poder” las buenas cualidades y los defectos son intercambiables si son útiles y funcionales al fin de la conservación del Estado “pues a fin de cuentas una cualidad que puede parecer buena y digna de encomio podría llegar a ser causa de su perdición, y otra que parezca mala puede darle seguridad y prosperidad” (p.63). De modo que lo que se demanda es que el príncipe sepa actuar con inteligencia, lo cual se traduce en que debe comportarse según las circunstancias y necesidades del momento. En su pensamiento realista se instaura de modo nítido un divorcio entre ética y política. “El que quiera comportarse siempre como un hombre de bien no podrá evitar perderse entre tantos que no lo son”. (Id.). Hay una instrumentalización de las cualidades de la naturaleza humana; los rasgos buenos, pero también los defectos, pueden ser útiles para la conservación del poder, según necesidades y contexto. El fin justifica los medios, si se trata de conservar el Estado “todo vale”, cualquier medio es bueno para realizar tan alta finalidad. En este sentido, queda rebasada cualquier consideración moral o de justicia, de crueldad o humanidad. En el capítulo XVII, Maquiavelo se ocupa de esas cualidades que él considera esenciales en un príncipe de cara a la conservación del Estado. Así se suceden en su mirada escrutadora la crueldad, la clemencia, ser amado o temido. “Todo príncipe debe desear ser considerado clemente y no cruel, pero debe guardarse muy bien de no aplicar mal esta misericordia”. Si se trata de mantener el orden dentro del Estado, la crueldad no debe ser desdeñada, es necesario escarmentar a algunos, pues a fin de cuentas “el desorden siempre acaba en crímenes y rapiñas”; además, el desorden afecta a todos, en tanto “los castigos que dicta el príncipe sólo afecta a unos pocos”. En paralelo a estas postulaciones, Maquiavelo aborda el crucial asunto de si es mejor ser temido que ser amado. Considera necesario ambas cosas. Pero siendo el caso de encarar la dificultad de que se puedan dar juntos, y el príncipe deba inspirar sólo uno, “más valdría ser temido que ser amado”. En esta argumentación juega un papel su visión de la naturaleza humana, “no hay que olvidar que los hombres son ingratos, mudables, codiciosos e hipócritas […] Los hombres respetan más a quien infunde miedo que a quien les trata amablemente”. Además, el amor puede ser efímero, o puede mantenerse por ciertas obligaciones que los hombres espoleados por motivos perversos pueden dejar de observar, “en cambio el temor permanece por el miedo al castigo y eso jamás se olvida”. El príncipe debe hacerse temer, pero si no se hace amar, al menos evite ser odiado, porque es perfectamente posible y conciliable ser temido sin ser odiado (Ibíd., p.68). Para el autor florentino el príncipe debe saber luchar con las leyes y con la fuerza, estimando que, como sucede a menudo, si con la primera no basta es preciso recurrir a la segunda. Vuelve otra vez a echar mano en las profundidades de la historia, esta vez para memorar el mito de cómo Aquiles fue confiado al centauro Quirón para que lo educara. Es la instrucción apropiada impartida por una semibestia o un semihombre, porque un príncipe debe saber servirse de una y otra naturaleza: la humana que es la de las leyes y la de la fuerza y astucia que es propia de los animales. En consecuencia, el príncipe debe saber actuar como los animales. La fuerza del león y la astucia de la zorra es el modelo que escoge para postular que el príncipe debe estar dotado de la fuerza, pero también de la astucia para no dejarse enredar con sus enemigos, al tiempo que lo habilita para usar las artes del engaño. El príncipe debe ser león para atemorizar a los lobos, pero eso solo no basta, debe también ser astuto como la zorra para anticipar las trampas. Dice Maquiavelo “los que sólo quieren obrar como leones no saben lo que se hacen. El príncipe sabio no puede guardar su palabra si tal cosa le perjudica o si las causas que le indujeron a hacer promesas se han extinguido” (p.71). Otra vez fundamenta sus reglas en su visión de la naturaleza humana. El florentino argumenta hasta la saciedad que los hombres son agresivos, ambiciosos y egoístas, éstos son principios constantes que es posible hallar en todas las naciones y épocas de la historia. “Si todos los hombres fueran gente de bien me guardaría yo mucho de dar tales reglas, pero como todos son perversos y no mantienen su palabra, tampoco el príncipe tiene por qué guardarla” (p. 72). La experiencia histórica de su época le indica al pensador del gran número de pactos y promesas que se han roto por falta de palabra, pero con el agregado de que entre los príncipes “siempre tiene más suerte aquel que supo hacer como la zorra”. De esta manera el engaño queda entronizado como medio de gobierno. El príncipe con frecuencia, se verá precisado para mantener sus estados a obrar “en contra de la humanidad, de la caridad y de la religión”. Debe adaptarse a las circunstancias históricas, “procurar no alejarse del bien si puede, pero saber usar del mal también si es necesario”. La virtud es una cualidad para conseguir un fin determinado, es un talento “en ejercicio”, no un fin moral. El arte del disimulo, esto es, la puesta en escena de la mascarada es fundamentado como herramienta estratégica. Hay en Maquiavelo en forma germinal unas bases consistentes para pensar en una teoría de la ideología. Ésta aparece como finta, como mascarada para inducir en “los otros” una opacidad o falsa conciencia que facilite los cursos de acción del príncipe en vista a la eficacia para retener el poder. Por ello, el pensador del Renacimiento italiano no tiene recato alguno para proponer la “doble cara”. A su juicio, la trasparencia más bien puede constituir un problema. Por lo general los rasgos más valorados de un príncipe son ser benigno, clemente, compasivo, religioso y justo. Pero no es para nada necesario que el príncipe los posea, pues “lo importante es que parezca tenerlas”. Es más, “si sólo finge tenerlas las aprovechará grandemente…y si verdaderamente posee estas cualidades debe ser siempre dueño de ellas” (Id.), para usarlas en sentido contrario cuando sea preciso. El príncipe pues, debe hacer uso sin miramientos de estas artes sin preocuparse, puesto que los hombres “juzgan más por lo que ven que por cualquier otra cosa”; ello es todavía más acentuado en el vulgo que siempre se guía por las apariencias “sin preocuparse por la realidad y en este mundo lo que más abunda es el vulgo”. La minoría no cuenta para nada. Pero el secreto mejor guardado de Maquiavelo, según expresión de Chevallier, no era elaborar un modelo de poder absolutista, sino diseñar una fuerza consistente para la unificación política de Italia, su sueño era la conversión de Italia en un Estado nacional. De allí su clamor en el capítulo XXVI de El Príncipe en el sentido de “liberar a Italia de los bárbaros”: Italia sigue esperando encontrar a aquel que sea capaz de poner freno a las devastaciones de Lombardía, a los pillajes de Nápoles y Toscana, a un hombre en fin que sea capaz de curar las llagas de esta Italia que desde tanto tiempo ya tiene abiertas. Nuestra patria pide al cielo un príncipe que la redima de las crueldades y ultrajes que le han infligido los extranjeros, Italia sigue dispuesta a seguir una bandera si hay alguien capaz de enarbolarla (El Príncipe, pp.101-102). He allí en todos sus contornos el gran sueño del pensador florentino, demanda un príncipe con todos los poderes para expulsar a los bárbaros, unificar Italia, restañar sus heridas, conservar el poder y acrecentar el poder del Estado. Esa es la bandera italiana de la unidad, un príncipe debía enarbolarla para poner fin a un pasado de oprobio, pillaje y desmembramiento. Un príncipe capaz de organizar un ejército nacional, con decisión para aglutinar como una centrípeta todos los esfuerzos vivos en aras de la patria. Si los modelos republicanos no habían podido ser útiles a la empresa de edificar la unidad, entonces esta tarea debía recaer en un príncipe con todos los poderes para actuar sin las restricciones de la moral, la ética o la religión. Aun con todo, Maquiavelo en cuanto a su elección de un modelo político no puede ser juzgado sólo por El príncipe. En otra obra suya Discursos de la primera década de Tito Libio da razones para pensar que cuando reinen circunstancias distintas a las de la Italia y se trate de mantener un ambiente de estabilidad y paz, es conveniente un gobierno que pueda combinar elementos de la monarquía, la democracia y la aristocracia. (Camps, 2001, p.84). Ante un contexto de anarquía es necesario un principado, pero cuando se trate de prolongar la estabilidad política en aras de la convivencia, bueno es un modelo de gobierno que recupere una mixtura como la señalada. Finalmente, una breve nota sobre la concepción histórica de Maquiavelo. Para este insigne pensador, la historia es una gran maestra para hallar los modelos de acción política que eviten al príncipe los vicios y errores que conduzcan a la pérdida del poder. La historia es una cantera de los hechos agenciados por grandes, señores y príncipes trascendentes; allí se pueden hallar los procedimientos, las artes, estrategias, ardides que permitan diseñar cursos de acción política para que los príncipes del presente puedan aumentar su poder y garantizar la conservación de sus Estados. Será bueno que el príncipe lea la historia fijándose mucho en las hazañas llevadas a cabo por grandes personajes y viendo de qué modo ser comportaron en tiempos de guerra, examinando las causas de sus victorias y de sus derrotas, sobre todo imitando a los grandes hombres que habiéndose propuesto a alguien de grandes cualidades como modelo, se esforzaron en seguir sus pasos teniendo a mano siempre libros que tratan de su vida. Así dicen que Alejandro Magno imitaba a Aquiles, César a Alejandro, Escipión a Ciro. (p.60) Si alguien supo interpretar en todas sus implicaciones el lema según el cual “la historia es conocer el pasado para comprender el presente y prevenir el futuro” ese es Nicolás Maquiavelo. Por su mirada analítica de historiador profundo se estudian personajes de la historia antigua, medieval y la de su tiempo de temprana modernidad. En su espesa y experta escritura desfilan hebreos, persas, griegos, cartagineses, romanos, macedónicos, así como también papas, señores y príncipes medievales, sin perder de vista su propia experiencia en el maremágnum de la política italiana del siglo XV. No hay lugar en su obra para una discusión teórica o formal del asunto político; en lugar de ello se alza cristalino un estudio sociológico de la naturaleza humana cuando está en juego el poder, y ese estudio es realizado con base en la historia, recuperando ejemplos de acontecimientos decisivos en la trama del devenir. La concepción maquiavélica de la historia no es nada filosófica. Su visión del movimiento de la historia, su principio motor, es semejante al propuesto por Tucídides, obtener el poder, conservar el poder, ejercitar el poder. Cuando Maquiavelo encara la interrogante sobre si en el mundo histórico son más decisivos la providencia, el azar o la voluntad humana, su respuesta es que cada una de estas fuerzas domina a la mitad el gobierno de la historia. Su tesis es que el libre albedrío no se evapora. En este sentido, sostiene que “es posible que el azar influya en la mitad de nuestras obras, pero también creo que nos deja la otra mitad para que decidamos nosotros”. Como pensador del Renacimiento le concede un peso importante a la voluntad racional. “Comparo el azar con uno de esos ríos que suelen desbordarse” arrasando árboles y casas, “y sin embargo, aunque se produzcan tales tempestades en algunas ocasiones no por eso los hombres cuando reina la calma dejan de tener la libertad de poder construir diques para que las aguas, si se desbordan otra vez, tengan que pasar a través de un canal viendo así reducido su embate” (Ibíd., p.97). De modo que no todo está contenido en el destino o la providencia. El Renacimiento es una época de transición; no se abandona por completo el manto religioso, pero comienza a aparecer un tipo de hombre confiado en las fuerzas de su propia razón, es el hombre audaz y conquistador propio del ideal de la época. A su entender, lo que ha pasado con Italia es precisamente que se ha objetivado “como un campo raso sin diques ni defensa alguna”. En su concepción, el destino sólo demuestra su poder, allí donde no hay barreras ni obras erigidas por la voluntad humana. La historia tiene un lugar especial para la voluntad. Notas Brion, Marcel. (2005). Maquiavelo. Ed. Byblos. Barcelona. España. Camps, Victoria. (2001). Introducción a la filosofía política. Ed. Crítica. Barcelona. Chevallier, Jean-Jacques. (1977). Los grandes textos políticos. Ed. Aguilar. Madrid Kahler, Erich (1973). Historia Universal del hombre. ED. F.C. E. Maquiavelo. (1974). El Príncipe. Ed. Veron. Barcelona. España.