viernes, 22 de abril de 2022

La escuela histórica: Nieburh, Ranke, Droysen y Dilthey / Ángel Américo Fernández

La llamada escuela histórica es un acontecimiento cultural alemán del siglo XIX nacido en el clima del romanticismo. Así como el dieciochesco siglo de la Ilustración fue llamado el siglo de los filósofos, el siglo XIX -dice E. Cassirer- es el siglo de los historiadores. Las coordenadas de la época estaban marcadas por el idealismo de Hegel, el peso del racionalismo ilustrado y la cantera de la tradición como aporte romántico. En este contexto es que se da la emergencia de una élite intelectual de historiadores de talante que se expresa en la agudeza de hombres como Nieburh, Ranke, Droysen y Dilthey. Sus desvelos teóricos versaron sobre cuestiones como la autenticidad de las fuentes, la objetividad, la construcción del conocimiento histórico y el sentido de la historia. En punto al orden de la exposición de sus ideas, repasaremos a estos autores por separado. Barthold Nieburh Nieburh (1776-1831), filólogo, investigador y profesor de historia de la Universidad de Berlín, cátedra que asumió desde 1810. Con este pensador se gesta un cambio sustantivo que va a modelar la historia como ciencia moderna cuando toma contorno el matrimonio entre la tradición histórica literaria y la erudición documental en el marco de una concepción de la historia que asume “el fluir temporal humano como proceso causal, inmanente, irreversible y racional, y ya no sólo como mera sucesión cronológica de acontecimientos” (Moradiellos, 2001, p. 151). En Nieburh hace su aparición un método histórico crítico con anclaje en un trabajo filológico que interpela a fondo los documentos desde un esquema teórico-ideológico y político trenzado en el pensamiento del investigador. La intención es que la narración histórica “debe revelar, como mínimo, alguna probabilidad de conexiones generales de los acontecimientos” (Ibíd., p.153). La obra principal de este autor es la Historia Romana en dos volúmenes. Allí, el origen del Estado romano no es abordado con base en relatos como los de Tito Libio y los clásicos, sino como la formación de un aparato histórico con su gramática para la organización y el control de una comunidad histórica en crecimiento. Un ilustre de la propia escuela histórica ha valorado su performance en estos términos: “Su gran profundidad histórica y política, su arte de interrogar las fuentes, su arte maestro de la interpretación de situaciones y condiciones políticas le permitieron mostrar cosas, de las que Libio y sus contemporáneos no tenían sospecha alguna (Droysen, 1983, p.103). La obra de Nieburh significó la transición de la erudición a la ciencia histórica. Se deshizo la tradición fabulosa. Su hilo conductor era reconstruir la realidad del pasado a fin de “establecer las conexiones significativas entre acontecimientos y estructuras”. Leopold Von Ranke Ranke (1795-1886), nació en Wiehe, Alemania y ocupó cátedra en las Universidades Humboldt y Berlín. Uno de sus más conspicuos exponentes es Leopoldo Ranke. Su objetivo inmediato era deslastrar la historia de la problemática filosófica y tomar distancia de las filosofías más influyentes como la de Hegel. En esa línea sostenía que la historia “Sólo quiere mostrar lo que realmente sucedió” (Ranke en Moradiellos, 1999, p.156). Estamos en presencia de una metódica de origen empirista-positivista en la disciplina histórica que privilegia un recorte “descripcionista” apuntalado en “lo dado”, el dato expuesto ante los sentidos en una concepción según la cual “los hechos hablan por sí mismos”. Ranke expone la apoteosis del documentalismo. Sin embargo, en este pensador hay además una preocupación por una epistemología de la historia con un enfoque destinado a desentrañar el móvil profundo del proceso histórico. En este terreno se encuentra su concepto de acción como clavija de la historia universal, la cual define en los términos siguientes: “Una acción lo es cuando hace historia, esto es, cuando tiene un efecto que le confiere un significado histórico duradero. Los elementos del nexo histórico se determinan pues de hecho en el sentido de una teleología inconsciente que los reúne y que excluye de él lo que no tiene significado” (Gadamer, 1984, P.260). Una acción libre se vuelve históricamente decisiva cuando va abriendo un momento auroral, articulación de hechos que hacen época o que generan crisis, cambios, desplazamientos jalonados por individuos de la historia o, en la acepción de Ranke, “espíritus originales” que bregan de modo autónomo en el teatro agonístico y dialéctico de las ideas o en las grandes confrontaciones entre naciones o Estados, contribuyendo con sus acciones a espolear hacia el futuro. Para explicar los móviles profundos del proceso histórico apela Ranke al concepto de fuerza, porque ésta es desencadenante de procesos, de relaciones causa/efecto y especialmente, de una apertura porque “una fuerza original y común de todo hacer” es lo que se llama libertad. Estamos ente una concepción universal de la historia en la que quedan relevados los planes y las concepciones de los hombres actuantes en los procesos, pues el sentido del acontecer se apoya explícitamente en los efectos históricos que permiten identificar las fuerzas históricas. En este contexto, no resulta extraño que para Ranke los Estados no son meramente estructuras políticas o de derecho, sino fuerzas vivas “seres espirituales reales”. Ranke los llama “ideas de Dios”. “En esta manera de hablar sigue advirtiéndose hasta que punto Ranke continúa en el fondo vinculado al idealismo alemán” (Gadamer, 1984, p.269). Aquí topamos con el presupuesto de las llamadas fuerzas, tienen un origen espiritual y su sistematización hace pensar en una suerte de panteísmo. La invocación de la categoría “fuerza” le permitió a Ranke pensar en la trabazón de la historia como dato de origen. La fuerza alcanza su realidad como juego de fuerzas y la historia es uno de estos juegos de fuerza. La mencionada tesis tiene implicaciones en su interpretación de ciertos pasajes de la historia europea: Europa surge como resultado de un conflicto de fuerzas entre los pueblos románicos y germánicos. Johan Gustav Droysen Droysen (1808-1884), ocupó la cátedra de historia en las Universidades de Jena y Berlín. Su obra máxima titulada Histórica tiene una plaza asegurada entre las más profundas del pensamiento sobre el devenir humano. También escribió un libro sobre Alejandro Magno. En su Histórica marca ruptura contra el empirismo ingenuo y contra el espiritualismo hegeliano. En cambio, aunque no lo dice explícitamente, se nota muy envuelto en el “aire de familia” distintivo del concepto de “fuerza” esgrimido en la argumentación de Ranke. En esa línea extraerá de su “caja de herramientas” el concepto de “poderes morales”. Sostiene que la investigación histórica no se sustenta en indagar los secretos de las personas individuales sino en lo que los individuos significan en el movimiento de los poderes morales. Allí queda conectada la historia con el campo de la acción práctica en asuntos como el hacer, el deber, la patria, el convivir, lo ético etc. “No son los modelos individuales sino todo el rasgo superior ético de la historia lo que debe llenarnos: este tipo de lo esencial, de lo poderoso, de lo sublime, este poder de los grandes puntos de vista, de los grandes motivos, de las fuerzas, del espíritu de grandeza (Droysen, 1983 p.372). En este marco, el concepto de los poderes morales se convierte en la clave maestra para fundar el modo de ser de la historia, su estructura; pero también en el fundamento de la posibilidad del conocimiento histórico. El referido estamento conceptual tiene la ventaja de poseer unos contornos más objetivos desde un punto de vista histórico que el concepto de fuerza. A este tenor revisa el significado de “hecho histórico” para sostener que el individuo aislado en lo azaroso de sus impulsos y objetivos particulares, no puede ser ponderado en la historicidad. El individuo sólo se constituye en el estelar plano de la historia cuando es capaz de elevarse hasta los aspectos morales comunes y participa en ellos. Navegando sobre el concepto de fuerza heredado de Ranke, este extraordinario hermeneuta funda la historia universal sobre un andamiaje cohesionador de lo histórico más reconocido y objetivo condensado en la fuerza moral o “los poderes morales”. En ellos se encuentra el principio de articulación y unificación como un todo de la historia universal. La fuerza moral del individuo se constituye en poder histórico cuando se incardina en el trabajo para los grandes objetivos comunes. Es poder histórico porque es lo permanente y poderoso que marca la impronta en el curso de las cosas. Las configuraciones de la realidad son determinadas por los poderes morales, suerte de “anillos éticos” que se contraponen, coexisten y se suceden en las “comunidades naturales”, desde la familia y la tribu, pasando por la esfera del saber, el arte y la religión, hasta llegar a la esfera del poder y del Estado. Estas esferas son comprensibles porque son expresión, y eso la eleva a la esfera de la historia y del sentido (Gadamer H., 1984, p.275)). Este autor se caracterizó por pensar la historiografía en categorías estético-hermenéuticas reconstruyendo fragmentos desde la tradición. Wilhelm Dilthey Dilthey (1833-1911), nativo de Biebrich en la Renania. Trabajó en la Universidad de Basilea y en la Universidad de Berlín, destacando con obras maestras como Mundo Histórico e Introducción a las ciencias del espíritu. En su teorización se establece que el fundamento último de la historia como ciencia del espíritu es el concepto de “vida”, pero no se trata de la vida en términos biológicos, sino de la vida humana como explosión de la riqueza y multiplicidad de la “vida histórica”. En su Introducción a las ciencias del espíritu dice: “La única vida que puede llamarse vida a pleno título es la vida humana…el pensamiento no puede ir más allá de la vida…un proceso de fundamentación del conocimiento está obligado a remontarse a la vida” (1944, Documentos autobiográficos XIX), La vida humana está dotada de espíritu, es la única que puede engendrar el tejido de la historia, la única que puede crear las grandes formaciones culturales en el tiempo. La especificidad del mundo histórico, a diferencia de la naturaleza, es que en ese mundo espiritual se puede fijar a las cosas o a las acciones, valor, significado y fin (Mundo histórico, 1944, p.103). Lo histórico como objeto se constituye “en la medida en que “se viven” estados humanos, en la medida en que se expresan en “manifestaciones de vida” y en la medida en que estas expresiones son comprendidas (Ibíd., p, 107). Los desvelos teóricos de este autor estaban vinculados a una fundamentación de las ciencias del espíritu (1883) para diferenciarlas en forma neta de las ciencias de la naturaleza. La premisa medular es que los fenómenos históricos están dotados de espíritu; en cambio, las ciencias de la naturaleza suponen un “observador” en una posición de “exterioridad” que busca relaciones de causalidad para registrar regularidades empíricas en beneficio de formular leyes necesarias o universales. Pero los fenómenos de la naturaleza no tienen espíritu ni lenguaje. En esta perspectiva, sólo los actos humanos tienen espíritu. Así, las acciones, batallas, Estados, Iglesias, leyes y creaciones culturales son portadoras de “espíritu”. Esta diferencia tiene implicaciones a nivel de método. Frente al principio de explicación (Erklären) del modelo de las ciencias naturales que buscan regularidades empíricas y leyes universales del cosmos, Dilthey esgrime la comprensión (Verstehen) para el abordaje del mundo histórico, los productos culturales, leyes, sistemas de pensamiento, religiones y toda la impronta de la creación humana. “El conjunto de las ciencias que tienen por objeto la realidad histórico-social lo abarcamos en esta obra bajo el título de “ciencias del espíritu”. (Ciencias del espíritu, Dilthey, W. p.13). Para las objetividades de la historia, es imperativo metódico aferrar los motivos espirituales que las generan en aras de fijar las conexiones de sentido. Algunos autores han endosado a Dilthey una suerte de psicologismo, pero esa apreciación no es correcta, por cuanto su reflexión no se queda atrapada en una vivencia solipsista o en una subjetividad que contempla el mundo; una lectura seria de su obra permite captar su envite maestro cuando echa mano del concepto hegeliano de “espíritu objetivo” que implica la noción “comunal” o de “mundo compartido” que tiene anclaje en la cultura, la historia y las formas simbólicas. Por tanto, se produce el encuadre del mundo histórico repleto de “sentidos” con base en comunidades de habla. He allí el lecho para echar a andar la empresa hermenéutica que supone interpretación y comprensión incardinado a reconstruir desde la tradición el universo pragmático-semántico de las comunidades históricas. Referencias Dilthey Wilhelm (1944) El mundo Histórico. Fondo de Cultura económica. México. Dilthey Wilhelm (1944). Introducción a las ciencias del espíritu. Fondo de Cultura Económico. México. Droysen, Johan (1983). Histórica . Ed. Alfa. Barcelona. Gadamer, Hans. (1984). Verdad y método. Ed., Sígueme. Salamanca. Moradiellos, Enrique (2001). Las caras de Clío. Ed. Siglo XXI. Madrid

domingo, 17 de abril de 2022

EL FORMALISMO RUSO / Ángel Américo Fernández

Formalismo ruso: La biografía intelectual del formalismo ruso se encuentra vinculada históricamente a dos centros de irradiación: el llamado círculo de Moscú fundado en 1915 y la nueva sociedad de la lengua poética Epoiaz creada en 1917. Esta fórmula recrea la versión oficial elaborada por Roman Jacobson. La mayoría de los actores de estos cenáculos del pensamiento eran teóricos de la literatura y estudiosos del fenómeno lingüístico, que en sus desafiantes investigaciones abarcaron un espectro muy diverso de problemas pero conservando un cierto “aire de familia”. Entre ellos se pone énfasis en los procedimientos lingüísticos más que en el contenido, se privilegia el interés por la médula creativa del lenguaje y se potencian argumentos para la fundamentación de una ciencia literaria “autónoma”, en la que la literatura misma sea delimitada como “objeto de estudio” a partir de las cualidades sensibles de sus propios materiales; ergo, la palabra y los métodos para hacerla poética. La empresa de fundar una ciencia está regida por la ansiedad de separar, excluir o echar a un lado todo aquello que se estime como metafísico, ideológico o subjetivo en cuanto estas propiedades son ponderadas como obstáculos en el camino hacia la objetividad. El Formalismo ruso no puede sustraerse de esta tentación. La concepción de su “objeto” en el “texto autorreferente” y sus “caracteres estéticos formales” ponía en el tamiz un esquema que implicaba una ruptura radical con la historia, la tradición y la vivencia de tipo psicológico. Los Formalistas rusos se plantearon efectivamente elevar la literatura al rango de conocimiento científico encontrando la cristalización de sus esfuerzos en una “poética formal”. Eso explica su distanciamiento neto del positivismo histórico con toda su carga de hechos, personajes y contexto. En esa misma línea marcan una ruptura con respecto al impresionismo literario; de éste le desentonaban la subjetividad, la vivencia y los “estados” de la conciencia. Estos dos momentos epistemológicos se resumen en una declarada “muerte del sujeto”. El asunto de los formalistas es el lenguaje poético. De allí que el eje de interés centrado en el estudio de la construcción de ese lenguaje, irá incardinado a una teoría que dé cuenta de las cualidades estéticas fundamentales de una obra literaria. Por tanto, su énfasis está en la forma literaria con sus procedimientos lingüístic
os, el texto empírico con sus distintos componentes materiales de sensibilidad, en especial el sonido, el grafo, la metáfora. En atención al enfoque de R. Jacobson (1973), más allá de la literatura el “objeto” sería la literariedad (literaturnost); esto es, los procedimientos formales que dotan en forma específica a una obra de cualidad literaria, remarcando la idea de que la literatura es el empleo poético del lenguaje. “La función poética, la poeticidad, como lo destacaron los formalistas, es un elemento sui géneris (Questions de poétique, pp.123-124). En ese periplo de constitución epistémica, el formalismo ruso va a correr en paralelo con un nuevo aire de la poética y la retórica de la tradición clásica, el interés por las cuestiones formales y el papel de los procedimientos literarios como vía científica incardinada a la exploración de la obra literaria en sí, independientemente de sujeto, vivencia e historicidad. Asimismo, cobra relevancia la retórica en el encuadre para enfocar las obras de la literatura. En este contexto, es posible hallar algunas conexiones entre el formalismo y el futurismo en cierto “espíritu del tiempo” de Europa a principios del siglo XX con implicaciones teóricas sustantivas: la consideración de la primacía del lenguaje sobre la forma, la posición principal del significante sobre el significado y el asunto cardinal de “la muerte del sujeto”. En efecto, el sujeto desaparece del campo de investigación y de reflexión; en lugar de sujetos lo que hay son estructuras lingüísticas, ritmo, metáforas, sonidos etc. Estamos en presencia de una teoría sin historia ni sujeto. Es en esta matriz de descontextualización donde germina la noción de texto autorreferente, la poética del lenguaje literario que va más allá del “objeto”, del “acaecer” o de la “vivencia”. Esa declaración se configura como idea-fuerza que gobierna la reflexión a propósito del lenguaje como fin en sí mismo, a contrapelo del lenguaje como simple medio cuando rige en la comunicación ordinaria. En sus Ensayos de Lingüística General (1963) afirma Jacobson “La orientación (Einstellung) hacia el mensaje como tal, el acento puesto en el mensaje por su propia cuenta, es lo que caracteriza la función poética del lenguaje” (trad.fr., p.218). El mensaje se autonomiza del referente, la palabra misma se torna “tormenta estética”; primado del significante sobre el significado. El verso, la musicalidad o la metáfora provocan una total “diseminación” del sentido. Tal como afirma Todorov en Teorías del símbolo (1981) “El empleo poético del lenguaje se distingue de los demás usos por el hecho de que el lenguaje es percibido en sí mismo y no como mediador transparente y transitivo de “otra cosa”[…] El lenguaje poético es un lenguaje autotélico” (P.410). El lenguaje es un fin en sí mismo. No hay que apelar a sujeto, historia, subjetividad o vivencia. El mensaje explota como creación y finalidad. Asimismo, R. Jacobson dará consistencia a los rasgos formales que identifican los materiales del lenguaje literario y que lo facultan para cumplir funciones muy distintas al lenguaje común. En su trabajo sobre los Formalistas rusos condensado en su libro Crítica de la crítica, Tzvetan Todorov (1991) apela a una comparación funcional entre el lenguaje ordinario y el lenguaje poético. En este sentido, “mientras en el lenguaje ordinario domina una función práctica y comunicativa, es medio y no fin, busca transmitir algo de una “exterioridad”; es, para emplear una palabra sabia, heterotélico. Al contrario, el lenguaje poético, tiene su justificación y todo su valor, en sí mismo; es su propio fin y ya no un medio; es pues, autónomo o, mejor, autotélico” (p.19). Es en esa médula donde se fundamenta una definición funcional del lenguaje poético con un énfasis en lo que hace más que en lo que es, haciendo descansar su consistencia en las formas lingüísticas que hacen posible sus funciones para realizar su autotelismo. En los trabajos de los formalistas cuando se encara la pregunta “¿Qué es un lenguaje que no se refiera a nada que le sea exterior? Es un lenguaje reducido a su sola materialidad, sonidos o letras, un lenguaje que rechaza el sentido” (Ibíd., pp.19-20). La tesis más extrema del lenguaje autotélico se encuentra en el Zaum, lenguaje transmental, un lenguaje que rebasa por completo las categorías tradicionales de la recepción que hace la mente de la realidad, un lenguaje más allá de las palabras, una cascada del significante, poesía de sonidos y de letras para generar una experiencia estética que es imposible entender en los límites binarios del significante/significado. En relación a la estética del formalismo hay una total asimetría con respecto a modelos gnoseológicos empiristas o racionalistas de la representación clásica, pues se explica que la imagen poética no es para hacer más asequible la realidad sino todo lo contrario. Es la huella de la tesis de V. Chklovski seguida de cerca por Todorov “La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; el procedimiento del arte es el procedimiento de la forma difícil, que aumenta la dificultad y la duración de la percepción” (Ibíd., 1991, p.29). Y es allí donde brota otro carácter distintivo del formalismo condensado en el lienzo estético que conduce a la “obstaculización de la forma”, que se logra complicando la forma, poniendo un velo sobre ella, lo cual no excluye el envite de desestructurar la sintaxis en el texto. El lenguaje literario en su despliegue genera una “demora” o una situación de “diferimiento” del sentido, cuando no una dislocación completa del sentido e incluso, los propios sonidos o las funciones de otros de sus materiales pueden mostrarse como autónomos o no vinculados al sentido. Entonces, a diferencia de la lingüística pionera de F. Saussure, que declaraba la primacía del significado sobre el significante, el formalismo ruso dirá que un rasgo central del lenguaje literario es la primacía del significante sobre el significado. En el lenguaje literario, la forma no es un mero recipiente del sentido, no hay oposición entre fondo y forma; la forma es el conjunto de los valores estéticos, y la única oposición que cabe hacer, en rigor, es entre textos literarios y textos que carecen de propiedades estéticas. Ya en este terreno es posible penetrar en otra característica del lenguaje literario condensada en la “desautomatización” de la percepción de la forma. En efecto, como deriva de lo apuntado sobre la diseminación del sentido y el dominio del significante, se puede constatar que la captación del sentido es automática en el uso del lenguaje ordinario; por oposición a ello, en cuanto entran a funcionar los componentes materiales del lenguaje poético, la “automatización” se evapora; se desliza el obstáculo hacia la percepción, ésta es demorada, lo cual obliga al receptor de la obra a detenerse, a prestar atención cuidadosa ante el grado de dificultad intrínseco al desafío propuesto. Se hace realidad la “desautomatización”. En este cuadro conceptual, la imagen poética se yergue como una estructura maravillosa que sirve al propósito de singularizar los objetos, pero está dotada al propio tiempo de la fuerza misteriosa para producir un extrañamiento (Ostranenie) en el receptor ante “lo bello” o “lo feo”, “lo sublime” o “lo siniestro”. Se trata de que el efecto “significante” puede contener una especie de velo que hace extraño el “objeto” referido o el acontecimiento. En la Fenomenología del espíritu de Hegel, el “extrañamiento”, del alemán Entfremdung, es una condición en la que la conciencia aparece “alienada” o escindida de la realidad o mundo a la que pertenece, determinando una vivencia fenomenológica de desunión o desposesión. En todo caso, el “extrañamiento” implica un sí mismo y un no reconocimiento de sí mismo en esa realidad. Frente a la autoconciencia se erige “una realidad extraña a ella…y en la que la autoconciencia no se reconoce”. Entonces en lugar de una “apropiación” que sería el momento del conocimiento en la unidad entre sujeto/objeto, la conciencia atraviesa la experiencia del desgarramiento y la enajenación. (Hegel, 1983, pp. 286-290). Pero en este caso ya no estamos en una problemática lingüística sino fenomenológica. Es claro que el “extrañamiento” introduce un elemento nuevo y anómalo en el sistema teórico formal, toda vez que establece una cierta conexión con lo real o con “mi percepción” de lo real, lo cual supone necesariamente un sujeto. Algunos críticos ven en esta característica en particular, una grieta en el tegumento del formalismo, pues el término o experiencia del “extrañamiento” al ser de origen fenomenológico rebasa el mero tablero lingüístico dejando maltrecha la tesis del “lenguaje autorreferente” como único protagonista. Y he allí la paradoja, por cuanto el formalismo ruso desde sus bases había tomado distancia y provocado una ruptura con respecto al sujeto y la subjetividad. Por su parte, V. Todorov, en sus estudios sobre los Formalistas rusos al comentar sobre el “extrañamiento” o “distanciación” subraya que ésta “no es más que un ejemplo de un fenómeno más amplio que es la historicidad de las categorías que usamos para distinguir los hechos de cultura: éstos no existen en lo absoluto, a la manera de las sustancias químicas, sino que dependen de la percepción de quienes los utilizan” (Crítica, ob.cit, p.34). En verdad que el concepto de extrañamiento pasado como “rasgo de un formalismo” hace demasiado ruido hasta el punto de generar un ambiente de discurso inconsistente. En la etapa final de disolución del Formalismo como grupo activo 1926- 1930, la teorización de un Juri Tinianov anuncia el canto de cisne del autotelismo del lenguaje. En su ensayo Sobre la evolución literaria que citaremos de la Antología sobre los Formalistas rusos (1978), se horadan seriamente las tesis más radicales sobre “el lenguaje que habla de sí mismo”, para abrir las puertas al contexto histórico y a la consideración de la literatura y de la obra literaria como un sistema. Luego, la importancia no descansa sólo en la forma, sino que es esencial la función de las partes y la conexión de las partes con el todo. Tinianov en su trabajo sostiene que cada sistema refleja un segmento homogéneo de la realidad al que llama serie. Así, aparte de la serie literaria existen también series científicas, culturales musicales, teatrales y series de la vida social, económica o de hechos políticos. “Es necesario convenir previamente en que la obra literaria constituye un sistema y que otro tanto ocurre con la literatura. Únicamente sobre la base de esta convención se puede construir una ciencia literaria que se proponga estudiar lo que hasta ahora aparece como imagen caótica de los fenómenos y de las series heterogéneas. Por este camino no se deja de lado el problema del papel de las series vecinas en la evolución literaria; por el contrario, se lo plantea en forma verdadera” (Tinianov, p.91). Y este papel de las series vecinas es fundamental por cuanto entre las series vecinas está la vida social con la que la literatura se correlaciona. Apunta Tinianov “La vida social entra en correlación con la literatura ante todo por su aspecto verbal. Lo mismo ocurre con las series literarias puestas en correlación con la vida social. Esta correlación entre la serie literaria y la serie social se establece a través de la actividad lingüística”. La literatura tiene una función verbal en relación con la vida social” (Ibíd., 97-98). Cuando focaliza el tema grueso de la tradición, Tinianov señala que la evolución de la literatura está imbricada a la idea de “sustitución de sistemas”. Estos cambios “no suponen un reemplazo repentino y total de los elementos formales, sino la creación de una nueva función de dichos elementos” (Ibíd., p.101). Como dato crucial hay allí la idea de evolución o cambio de época, se registra la historia, en tanto la literatura es sacada de su campo cognitivo “autónomo” y, al propio tiempo, se habla de “hecho literario”, esto es, producto humano dotado de temporalidad, devenido categoría histórica. En esta línea de interpretación, el contexto literario y la perspectiva diacrónica que implica tiempo, evolución e historia son recuperadas. De esta manera se produce un punto de inflexión porque se evita que el formalismo ruso se quede anclado en una poética exclusivamente lingüística para abrirse hacia el contexto y la tradición literaria. Asimismo Todorov, un autor que mantuvo un vínculo de admiración y crítica a la vez con respecto al Formalismo, en diversos trabajos se encarga de dar su contribución para desmontar el autotelismo del lenguaje. Cuando tematiza el ritmo, por ejemplo, insiste en que no se le debe dar lectura como elemento autosuficiente “con significado por sí mismo”, pues no está aislado del significado poético ni de la sintaxis ni de la imagen. En esta mirada emerge un nuevo registro de cara a desarticular los presupuestos más duros y dogmáticos del formalismo. En su reflexión empiezan a verse como muy importantes el contexto histórico y la tradición literaria. Entonces el formalismo queda atemperado y se llena de vida y de vida histórica. Definitivamente no es deseable ni de rigor teorético hablar de lenguaje literario como una modelística formal despojada de contenido histórico. Y es que pese a sus pretensiones iniciales, el formalismo ruso no puede escapar de la influencia de una tradición. En su médula se encuentra la huella de la antigua retórica griega con toda la riqueza de sus giros y recursos del lenguaje. En la historia del Formalismo ruso, Tzvetan Todorov distingue tres concepciones del lenguaje en literatura. La primera, no en el tiempo sino en el orden de importancia, es la que postula el autotelismo del lenguaje poético. La segunda, que sería en el tiempo la primigenia, es la concepción incubada en los estudios de V. Chklovski donde enfatiza que la percepción poética es necesariamente la experimentación de la forma. Según esto, no es el lenguaje el que sería autotélico, sino su recepción por el lector o el oyente. Y, finalmente, una tercera concepción, donde el aporte de J. Tinianov disuelve la noción misma de lenguaje poético y la sustituye por “hecho literario”, categoría histórica. Tinianov, a juicio de Todorov, no deja espacio para un conocimiento autónomo de la literatura, pues su fórmula conduce hacia dos disciplinas complementarias: una ciencia de los discursos que estudia formas lingüísticas estables, y una historia que se hace cargo de la noción de literatura en cada época dada (Crítica, ob.cit., pp.24-36). En perspectiva, la contribución del formalismo fue fundamental para el dominio de la poética, contribuyó a dotar de contenido científico a los estudios sobre la lengua en la diversidad de sus expresiones, al tiempo que construyó fundamentos para abordar la literatura como objeto de comprensión. Habría que añadir que las investigaciones de los Formalistas constituyeron un paso necesario para el desarrollo literario, pues permitió explorar a fondo los distintos elementos y procedimientos lingüísticos que intervienen en la función poética. Con este tipo de estrategia metódica se consiguió “aislar” los materiales del lenguaje poético para estudiarlos en su especificidad, leerlos en su dimensión “positiva” de cara a formular una definición lingüística transhistórica de la función poética. Esta operación epistemológica fue fundamental porque permitió un avance inusitado de la teoría literaria, los métodos y recursos del lenguaje poético. Sin embargo, el precio de esta empresa fue la exclusión del contexto histórico y de la tradición. Por ello, es un terremoto lo que ocurre con la teorización de Tinianov. Con este autor es recuperada la historia y la tradición literaria. Ello constituye una reapropiación enriquecedora vista la literatura como campo de las ciencias humanas. Pero al propio tiempo, le impone a la literatura un pesado hándicap, pues es angostado el espacio para su estudio autónomo, en tanto la noción de lenguaje poético en el enfoque de Tinianov, queda francamente averiada. Referencias Hegel, G. W. F. (1983). Fenomenología del espíritu. Ed. Fondo de Cultura económica. México. Jacobson, Roman (1963). Essais de linguistique génerale. Ed. de Minuit. París. ______________ (1973). Questions de poétique. Edit. Seuil. París. Eichenbaum, Tinianov y otros. (1978). Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Antología. Ed. Siglo XXI. México. Todorov, Tzvetan (1981). Teorías del símbolo. Ed. Monte Ávila Editores. Venezuela. ______________ (1991). Crítica de la crítica. Ed. Monte Ávila Editores. Venezuela.

LA INCURSIÓN DE LA LÓGICA ANALÍTICA EN LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA / Ángel Américo Fernández

Es muy vieja la aspiración de las ciencias nomológicas de invadir el campo de las ciencias sociales para imponer a través de sus métodos una mirada positivista en la comprensión de los asuntos humanos. A partir de la tesis de una supuesta unidad de las ciencias, según la cual las ciencias todas se componen de teorías y, por tanto, no debe haber diferencias en el nivel del método, se han puesto en marcha tentativas varias para hacer encajar las ciencias humanas, interpretativas o hermenéuticas en los esquemas legaliformes de tipo empírico-analítico. El trabajo de Jurgen Habermas (1996) en La lógica de las ciencias sociales ha puesto de relieve el marco teórico-metódico que sirve de andamiaje a la invasión de las vertientes lógicas sobre dominios de las ciencias del espíritu. Partiendo de la unidad de las ciencias mantenido por Popper, las teorías permiten la deducción de hipótesis legaliformes que sirven a la explicación y al pronóstico, de modo que para unas condiciones iniciales dadas se puede con la ayuda de una ley, inferir el estado que va a seguirse o, a la inversa, para un estado final dado, se puede basándose en una ley, sacar las respectivas conclusiones acerca de las condiciones iniciales (p.107). Este esquema, muy avenido para las ciencias nomológicas, sirve de apoyo al enfoque logicista para incursionar en terreno de los asuntos y motivos humanos. El empeño es trasladarlo a la interpretación de las ciencias históricas en aras de establecer causas, que ellos llaman condiciones iniciales, y las consecuencias que serían la evolución posterior o estado final. Precisando: un evento de alguna clase específica E, en un determinado espacio-temporal se le da lectura considerando unas determinadas causas que lo determinan, de donde se desprende que el aserto según el cual un conjunto de eventos C1, C2, C3 etc., han actuado como causas del evento a explicar, equivale a afirmar que, de acuerdo a ciertas leyes generales, un conjunto de eventos de la clase mencionada viene acompañado por un evento de la clase E. Desde esa perspectiva, las vertientes de la lógica analítica incursionan ambiciosamente en asuntos capilares como hecho histórico, causas, consecuencia, legalidad etc., para el abordaje de la interpretación histórica. La tentativa es disponer de un “reservorio” de leyes generales que sirvan de marco explicativo en el mundo de la historia. De esta manera es renovada la vieja tentación de tratar a los fenómenos humanos como si fueran fenómenos naturales, tratando de captar recurrencia y regularidad para fijar como “ley” cierta “causalidad” que explica hechos históricos, obliterando que las ciencias humanas son por su constitución y cantera de lenguaje disciplinas hermenéuticas. Y, como decía Dilthey: en la vida histórica se nos presentan fines de los que nada sabe la naturaleza “El juego de las causas eficientes, sin alma alguna, es reemplazado aquí por representaciones, sentimientos y motivos (El mundo histórico, 1944, p.46). Una de las empresas logicista más audaces y ambiciosas fue la emprendida por Popper, Hempel y E. Nagel en el paso de las décadas 50/60 del siglo pasado con el propósito de aplicar a la historia las coordenadas de la lógica para subsumirla en una estructura hipotético-deductiva y tratarla conforme a un esquema de causalidad que facilitaba ingresar leyes generales en los sucesos históricos. En esta dirección epistemológica se buscaba encuadrar la historia bajo el formato de enunciados como el que sigue: sobre el evento E, sea A una acción específica realizada por un individuo X en la ocasión T a fin de alcanzar algún objetivo O. (Habermas ob. Cit., pp.107-110). Sin embargo, sea el que fuere el enunciado lógico que verse sobre un suceso, aunque el historiador lo haya aferrado deductivamente, no por ello se puede afirmar que el evento queda en el marco de una ley. El evento histórico está transido por lo probabilístico y, en no pocas ocasiones por la incertidumbre. Y ello es así, porque detrás de cada evento histórico hay un magma de fondo y un cuerpo fluvial de “redes estocásticas” que actúan en las causas; éstas no funcionan como en las relaciones causa/efecto de la naturaleza sino como motivos, intereses y pasiones humanas. Por tanto, es imposible entenderlas o subsumirlas en rígidos criterios empírico-analíticos. Para la mirada positivista “no hay ciencia más que de lo general”, pero las disciplinas histórico-hermenéuticas que no se rigen por la medición sino por la interpretación y el lenguaje, tienen su cantera en la pluralidad y multiplicidad de hechos singulares. Dice Hegel en su Fenomenología del espíritu que “en lo que concierne a las verdades históricas… se concederá fácilmente que versan sobre la existencia singular, sobre un contenido visto bajo el ángulo de lo contingente y lo arbitrario, es decir, sobre determinaciones no necesarias de él” (1983, p.28). En esta perspectiva, el historiador siempre va al fondo y busca cuestiones decisivas, por lo que está desafiado a explicar el suceso considerando condiciones suficientes. La búsqueda de causas no encuentra límites en el campo lógico de ningún enunciado, y ello, porque bregando con condiciones de incertidumbre, el historiador en última instancia apela a su juicio histórico. Mas las justificaciones de este tipo ya no pueden ser objeto de ulterior análisis en un marco positivista. (Habermas, ob. Cit., p. 109). Parece claro que el rodeo metodológico que emprende el historiador supone un conjunto de elecciones sobre los aspectos sustanciales de un suceso histórico, y las dimensiones distintas que lo componen. No cabe duda de que la elección que hace el historiador en su envite antecede a los supuestos probabilísticos que se hacen ingresar en la conexión de determinadas variables y, por tanto, no pueden someterse a comprobación para consolidar una ley. Los puntos de vista que permitan al historiador hacer sus elecciones, pertenecen a interpretaciones generales, teorías marco o visiones del mundo del investigador de la historia y, por descontado, no adscritas a un régimen de comprobación. Estas teorías o visiones del mundo a modo de paradigmas generales se constituyen en coordenadas de interpretación porque las mismas forman parte de la formación previa del sujeto que investiga. De modo que el historiador dispone de una “caja de herramientas”, amplio margen de información, estructuras cognitivas, contexto y manejo de datos, conservando un espacio de decisión para hacer valer su “juicio histórico”. Y en este terreno nada puede hacer la lógica explicativa bajo leyes generales, pues se entra de lleno en el campo de una hermenéutica filosófica. Una vez dada esta ubicación, el historiador tiene un campo abierto de posibilidades para hurgar en la tradición, la cultura y el bullir de intenciones que movilizan a los sujetos sociales, y en ese dominio se fundamenta mucho más una interpretación y una narrativa que un modelo lógico. En una interpretación narrativa más que deductiva es posible desentrañar los plexos de sentido anclados en las acciones de los sujetos dotados de lenguaje que se encuentran enredados en una historia. Habermas apela al ingenioso trabajo de William Dray para horadar en el planteo positivista logicista. Este autor pone en tela de juicio la aplicabilidad del covering law model (modelo de ley de cobertura) a la investigación histórica. Trata de mostrar que la investigación histórica no cumple la condición de subsunción bajo leyes generales, y tampoco precisa cumplirlas (Ibíd., p.110). Dray explica sus tesis con un ejemplo: “Luis XIV murió en la impopularidad porque había seguido una política que era lesiva para los intereses nacionales de Francia”. Ante las objeciones del historiador sobre la problemático de considerar ese enunciado como una “ley” general, el lógico acudirá al expediente de formular enunciados más explícitos, tales como “los gobernantes que siguen una política contraria a los intereses de los súbditos se hacen impopulares”, y seguramente ante la argumentación del historiador de que cada “política” de un gobernante se le debe dar una lectura singular dentro de un contexto y determinadas circunstancias, la respuesta de tenaza del lógico será la de añadir especificaciones a la “ley” tratando de enunciarla en forma más precisa, por ejemplo: “Los gobernantes que implican a sus pueblos en guerras, persiguen a minorías religiosas y mantienen una corte parasitaria se hacen impopulares”. Resulta obvio que esta estrategia del lógico conduce irremisiblemente a una serie indefinida. Luego, no puede darle cierre a su peculiar libro de historia. Contra este tipo de planteo, los argumentos del historiador rebasan las tenazas del modelo de cobertura logicista, pues siempre puede alegar en el magma de los acontecimientos, la tradición y los azares, nuevos elementos explicativos que no pueden ser encapsulados en el rígido marco de una ley general. En esta dirección, Habermas ha apuntado que el enunciado elegido por Dray no es el más afortunado. En efecto, brota de bulto que por ser tan acotado y restringido le da una cierta capacidad de maniobra a las tenazas del “lógico”. Pero si en lugar de ese enunciado elegimos otro de mayor complejidad y más omniabarcante en tiempo, espacio, condiciones o tradición, sería aun más complicado regimentarlo en los protocolos de la lógica. Por ejemplo: el derrumbe de un imperio, las causas de una guerra o la expansión de un movimiento religioso. Sostenemos sin ambigüedades que a medida que aumenta el contenido empírico y la variedad del paisaje de actores humanos junto al entrevero de ideologías, pasiones, motivos e intereses, queda completamente averiada hasta la nulidad la “capacidad de maniobra” del “lógico”. Y es que el historiador cuando indaga sobre causas no tiene en mente una colección de enunciados lógicos, pues en el horizonte de su mirada se alza imponente la tupida trama y complejidad del “mundo histórico”. Es el mundo y no la lógica su problema. Referencias Dilthey, Wilhelm. (1944). El mundo histórico. Edit. Fondo de Cultura Económica. México. Habermas, Jurgen (1996). La lógica de las ciencias sociales. Edit. Tecnos, Madrid. Hegel, G. W. F. (1983). Fenomenología del Espíritu. Edit. Fondo de Cultura Económica. México.

TRES RELATOS MARXÓLOGOS: MARX, UTOPÍA Y DISTANCIAS / Ángel Américo Fernández

En la abigarrada selva de contribuciones teóricas herederas de la obra de Marx se encuentran textos de tipos diversos que pueden ser filosóficos o ideológicos, algunos que ponen el énfasis en los aspectos prácticos de la lucha revolucionaria, otros que insisten en los aspectos del método dialéctico, otros más que abordan los circuitos de lo económico e incluso se encuentran los que hacen un periplo por la estética y los asuntos culturales. La tesis central que anima el presente ensayo es que entre una amplia cantera de obras, agenda de temas y estilos de pensamiento relativos a la producción intelectual marxóloga, es posible elaborar una taxonomía que permite clasificar el marxismo en tres grandes vertientes, relatos o tipos: 1. El marxismo de Marx 2. El marxismo-leninismo y 3. El marxismo crítico. l. El marxismo de Marx Es el marxismo fundador ligado a las luchas sociales y políticas de Europa en la segunda parte del siglo XIX en la que el propio Marx fue protagonista no sólo como escritor sino como actor y animador. Este contexto de “la lucha de clases” en Francia, Inglaterra y Alemania, se corresponde con la fase de creación del marxismo en cuanto el autor de la teoría, Karl Marx, emprende la monumental tarea de dotar de fundamentos a las luchas del movimiento obrero mundial. Es el marxismo que en textos centrales como la Ideología Alemana (1845) y los Manuscritos económicos filosóficos de París (1844) aborda el problema de la emancipación del hombre, toma distancia neta de la religión, rompe con la filosofía idealista y con toda la filosofía metafísica, y finalmente, considerando la experiencia histórica alemana rompe con el respeto al Estado. En este último aspecto, tras constatar en ese país la continuidad crónica del absolutismo, llega a la conclusión de la debilidad de las soluciones políticas y se decanta por soluciones totales o radicales depositando su confianza en una clase, el proletariado, para realizar la tarea de una revolución social. Asimismo, es el marxismo de la teoría desplegada mediante el método dialéctico heredado de Hegel, pero despojado de su halo místico, que introduce para las Ciencias humanas una visión para comprender la sociedad moderna capitalista como un campo de contradicciones históricas: el valor se opone al precio, la plusvalía se opone al salario, el capital se opone al trabajo, la burguesía es el opuesto antagónico del proletariado, el carácter social de la producción se opone al modelo privado de la apropiación. Pero también es el marxismo del Manifiesto Comunista que declara explícitamente la tesis de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y las llamadas medidas prácticas como las expropiaciones y estatizaciones, aunque -hay que decirlo- se trata de un texto que no es comparable en rigor y enjundia con otros del mismo Marx. Y finalmente es el marxismo que no se conforma con la mera crítica hermenéutica de la ideología, la filosofía, la religión o el Estado, sino que es mucho más ambicioso, quiere ser científico, se propone analizar el funcionamiento del modo de producción capitalista, pero además fundamentar la revolución en una ciencia. En efecto, Marx procede como lo haría cualquier investigador positivista que opera con las reglas de la ciencia occidental. “En la presente obra nos proponemos investigar el régimen capitalista de producción y las relaciones de producción y circulación que a él corresponden”. (El Capital, volumen I, Prólogo). Pero al aceptar las reglas de la ciencia, Marx coloca a su teoría y a su revolución sobre un tablero agonístico que implica pruebas y refutaciones. Y es allí donde comienzan a hacerse visibles serias grietas e inconsistencias, porque al pronosticar el derrumbe del capitalismo, al anunciar la revolución proletaria teniendo como ancla la teoría del valor-trabajo, pronto quedará expuesto por el tiempo histórico y por la evolución de la ciencia económica moderna. En efecto, Marx adoptó el error de David Ricardo e hizo suyo el concepto de valor como “substancia”, según la cual las mercancías tienen un valor absoluto y el trabajo es la substancia de ese valor. Tardarían 100 años de evolución de la ciencia económica para que se llegara a clarificar que lo que determina el valor de un bien no es el trabajo que requirió sino la capacidad de satisfacer las necesidades de otros seres humanos que lo demandan. Por tanto, el valor no es una substancia sino una relación. Esta formulación es central en la economía política moderna y en esa dirección se encuentran fabulosos textos en Venezuela como los del investigador Emeterio Gómez. De modo que en la composición del valor como relación –valor relativo- queda implicada una condición de no-dependencia del trabajo, en la medida en que intervienen otros factores como la escasez, la demanda, el tiempo y hasta las expectativas y valoraciones de los sujetos económicos. Sintetizando: cuando es exorcizado el fantasma sustancialista se impone la realidad inapelable de que el valor se constituye en el mercado. “El valor sólo puede ser valor de cambio o precio y […] esta es la única realidad estrictamente mercantil.” (Gómez, Emeterio, Socialismo y mercado). En el despliegue del trabajo de Marx había quedado una huella nefasta sobre la sociedad fundada en el mercado y el precio. Por tanto, en la sociedad del futuro el mercado debía desaparecer. Pero desplomada la teoría del valor-trabajo, queda seriamente averiada la teoría de la plusvalía y ello deja como meramente especulativa la teoría del derrumbe que, por cierto, ha sido literalmente barrida por el laboratorio de la historia. Es por ello que marxólogos y exegetas al constatar que la teoría de Marx ha sido rebasada por “los hechos”, han estado corriendo detrás de éstos para remendar y maquillar la teoría. Es lo que explica diversas cabriolas y enroques como aquella de que Marx no quiso explicar el capitalismo y los precios sino elaborar una teoría de la alienación –tamaño embeleco-, o cuando vieron a naciones prosperando con capitalismo y mercado ¡oh sorpresa! se apuraron para llegar a postular sin rubor alguno “socialismo de mercado”. En una mirada epistemológica sobre la ciencia Imre Lakatos sostiene que cuando una teoría explica o predice hechos nuevos es una teoría progresiva. Por el contrario, si la teoría se retrasa con relación a los hechos, el programa de investigación es regresivo. (Lakatos, Programas de investigación científica). Cuando se ve a los seguidores de un paradigma corriendo tras “los hechos” sin poder explicarlos y sólo apremiados por hacer trabajo de utilería con el fin de poner suturas en la teoría, entonces se dice que la teoría ha sido rebasada por los hechos. Este es el caso del marxismo, el de Marx. En consecuencia, estamos en presencia de una teoría regresiva. Naturalmente, los marxistas todavía pueden invocar su revolución, tal vez en nombre de principios humanistas, vínculos afectivos o hasta éticos, pero lo que sí no pueden hacer es afirmar que la revolución tiene un fundamento científico. II. El marxismo-leninismo Carece de sentido tratar las proposiciones de la ideología oficial soviética a nivel cognoscitivo: pertenecen al dominio de la razón práctica, no al de la razón teórica. Herbert Marcuse. Esta peculiar versión del marxismo, a diferencia de la primera, no es motivada por un interés de fundamentación teorético o en el nivel epistémico, sino gobernada por los apremios de la práctica, toda vez que tras el triunfo de la revolución de Octubre de 1917 se hizo necesario en Rusia desmontar las rémoras del régimen zarista semifeudal y emprender la tarea de construir la sociedad socialista. De allí las preocupaciones prácticas de Lenin para encarar las demandas de los procesos reales en términos de tácticas y estrategias, considerando las especificidades de una revolución en un país atrasado y cercado por países pujantes del capitalismo. En este contexto, se privilegiaron cuestiones como la industrialización, la electrificación, la incorporación del campesinado en la órbita teórico-práctica y, dado el carácter “inmaduro” del proletariado, se desplaza el agente revolucionario hacia el partido centralizado como vanguardia del proletariado. Este marxismo en sus formulaciones tiene un carácter pragmático e instrumental. Se trata de la puesta en escena del marxismo que debe organizar la sociedad, implantar la dictadura del proletariado, organizar a los trabajadores, poner en marcha una nueva maquinaria de Estado e iniciar un disciplinamiento social y cultural para la transición hacia la sociedad del futuro. Pronto asumirían que se debía apalancar la revolución “desde arriba”. La sociedad lanzada en un movimiento inédito en busca de una utopía, se fue convirtiendo en un campo de experimento e ingeniería social en el que se edificó un nuevo esquema de poder con base en los sóviets o concejos de obreros, campesinos, estudiantes etc. pero con la debida preeminencia de un Soviet Supremo; abolición de la propiedad privada, expropiaciones de tierras a los campesinos ricos, control sobre la distribución de alimentos como arma política, estatización de la economía, planificación económica centralizada, colectivización del campo y fuertes medidas de control social desde el Estado/partido. A la muerte de Lenin ya se había construido el andamiaje para su sucesor. El paso de Lenin a Stalin constituyó un cambio de intensidad en términos de crecimiento de la dictadura, de la centralización autoritaria y, finalmente, la deriva totalitaria. Stalin encontró la excusa perfecta para su sistema férreo: la “amenaza capitalista”. A partir de allí queda inaugurada una era de terror, la colectivización forzada del campo incluye fusilamientos, el individuo desaparece al quedar subsumido en el Estado, se entroniza en el poder una burocracia política-militar y de intelectuales o artistas oficiales que sirve de cementación al Estado totalitario en sus prácticas y rituales. Asistimos a la peor versión del marxismo, una en la que se modifica para ponerle ropaje a cada envite generado por prácticas políticas de control total con el señuelo de “fines superiores” u “objetivos históricos”. Es el marxismo instrumentalizado para justificar la escalada de un Estado represivo y totalitario. Es el marxismo convertido en oráculo; contra el propio Marx sufre la conversión en una ideología oficial. El marxismo así concebido pierde su contenido crítico, es despojado de su valor hermenéutico y epistemológico para desplazarse hacia una “concepción del mundo” reglamentada desde el poder. Tal como lo aprecia Herbert Marcuse “Pasa a formar parte de la superestructura de un sistema de dominación establecido, el movimiento del pensamiento es codificado en sistema filosófico”. El marxismo-leninismo y su deriva stalinista se constituyó en una ideología al servicio de un “museo de horrores”. 3. El marxismo crítico La vertiente crítica es una expresión del pensamiento marxista que recupera diversos aportes y sensibilidades intentando rebasar la problemática del simple “economicismo” en el esquema de “socialización de las relaciones de producción” o la cuestión añeja de la “dictadura del proletariado”. Aunque son muchos los autores que podrían formar parte de la entonación crítica, parece claro que la agrupación que mejor realiza ese espíritu, por su alcance cultural y civilizatorio es la Escuela de Fráncfort con notables pensadores como Adorno, Marcuse, Horkheimer y Benjamín. La crítica no se focaliza sólo sobre el sistema económico capitalista sino sobre todo el complexus de Episteme y el cuerpo valórico e histórico-cultural que le sirve de soporte: la civilización occidental. El punto de partida de Fráncfort es que el mundo asiste al “desvanecimiento” de la “razón objetiva”, esa razón substancial o global tan apreciada por los griegos clásicos y aún por los primeros modernos, donde el cosmos constituía una unidad entre el hombre y la naturaleza Realizando la idea de comunidad natural/racional plena que dotaba de un sentido trascendente al mundo. Es la razón entendida como logos, como razón comprehensiva donde conocimiento y ética se encuentran religados. Es la idea de razón completamente distinta a la separación que ha impuesto el pensamiento moderno entre naturaleza y cultura. El pensamiento de Frankfort realiza la constatación histórica y filosófica de que el desarrollo de la modernidad avanzada ha operado una fractura de la razón objetiva, ésta se ha escindido con el triunfo de la razón subjetiva, un tipo de razón reduccionista y unilateral que privilegia la racionalización de los medios con vista al fin de dominación o razón instrumental. Deviene la razón como una cualidad del sujeto, frío instrumento de cálculo de medios óptimos para lograr fines ajenos a la razón. Esta racionalidad de la dominación encuentra su mejor elaboración en la moderna sociedad tecnológica. Con ese telón de fondo, es preciso un apretado resumen de las principales tesis de Frankfort. Su idea central es la “crítica radical de la razón occidental”. La sociedad occidental es una barbarie, hay que aquilatar las potencialidades destructivas del progreso. La civilización tiene todas las posibilidades de “convertir el mundo en un infierno”. La razón instrumental es la lógica de la dominación. La racionalidad burocrática no es sólo fenómeno del capitalismo, es extensiva e inherente al llamado campo socialista. La liberación implica recuperar la dimensión utópica del humanismo. Una crítica radical desde el no-lugar, el lugar de la utopía, constituye una brutal contestación contra la dominación. La razón instrumental en cuanto arbitra medios (ciencia, tecnología, administración etc.) para dominar la naturaleza, sirve a su vez al propósito de dominar al hombre. La lógica del dominio de la naturaleza debe ser impugnada. La industria cultural es la cosificación del hombre unidimensional. La dimensión estética es el lugar donde se condensa la mayor fuerza crítica de la sociedad antagónica. Sin embargo, siendo la crítica la cantera que exhibe su mayor riqueza, es también su principal problema, porque la crítica es su método pero también su propuesta. La crítica se desliza por un flujo y reflujo estetizante, y no se hace presente un cuerpo propositivo que permita explorar y responder la pregunta ¿Hacia dónde? Ni pensar en un modelo económico o político. Tomemos con pinza, por ejemplo, una tesis cardinal, a saber: “crítica de la razón occidental”. (Aclaremos que los maestros de la sospecha no son muy avenidos a sintonizar con preguntas que provengan desde algún enclave de “realismo”). Si abandonamos la razón occidental, una pregunta de base sería ¿Cuál es la alternativa? ¿Acaso la razón eslava? ¿Acaso la pulsión irracional? Si la cultura occidental la abandonamos por segmentos ¿Entra en deposición la razón médica con su paquete de inventos contra las enfermedades? ¿La alternativa es un regreso del reloj de la historia, tal vez antes del Descartes de la “res cogitans”? Cuestión esta última pantanosa porque toparíamos con la edad media donde la razón era sierva de la teología. ¿Implicaría poner en el invernadero o retirar por completo la tecnología? De modo que esa son sólo algunas de las preguntas que surgen ante la deconstrucción de la razón occidental. La escuela de Fráncfort prefigura ciertamente el destino de un paraíso, pero la aeronave tiene serios problemas con la escalera y con el tren de aterrizaje. Hay en esa línea de pensamiento un espíritu melancólico, una especie de nostalgia por la “Razón objetiva”. Por lo demás, la razón objetiva y la razón subjetiva son por igual hijas de la civilización occidental. Asimismo, la idea de crítica es propia de la modernidad occidental desde Descartes hasta Lutero y desde éste hasta la Ilustración, alcanzando su mayor sistematización en el programa de Kant.

HISTORICIDAD: CATEGORIA DE HISTORIA, TIEMPO Y CLIMA INTELECTUAL/ Ángel Américo Fernández

Historicidad: Es un concepto complejo que implica una auto reflexión, un darse cuenta de que todas las acciones humanas trascendentes que marcan rupturas, rebasamientos, hitos evolutivos o dejan huellas en el devenir del mundo, forman parte de la historia. Sin embargo, más que destacar acontecimientos en una época específica, lo que interesa es reflexionar sobre la propia historia. En este proceso intelectual se pone acento en un carácter cardinal de la historia: su temporalidad. “La Historia no es sino la vida captada desde el punto de vista del todo de la humanidad, que constituye una conexión” (Dilthey, W. 1944.p.281). La temporalidad es intrínseca a la vida; la vida en sí misma por contener el tiempo es un fenómeno histórico. La vida no puede ser llevada ante el tribunal de la razón. La vida es histórica en cuanto es captada en su marcha en el tiempo y en el nexo efectivo que así surge” (Ibíd. p. 286). La idea de tiempo es clave para encarar el proceso de comprensión de la historia, sobre todo porque el tiempo se encuentra acompañado de cierta entonación cultural y de un cierto clima de ideas que lo animan y contribuyen a configurarlo. En el célebre fragmento de Hegel citado por Marcuse. H (1972) se lee: “El espíritu, por esencia, es afectado por el tiempo, pues existe sólo en los procesos temporales de la historia. Las formas del espíritu se manifiestan a sí mismas en el tiempo, y la historia del mundo es una exposición del espíritu en el tiempo” (p.220). Aquí referimos a Hegel sólo para ver la importancia del tiempo en relación con la historia, pero por descontado que la historia no es producto del autodesarrollo del espíritu absoluto. El único espíritu implicado en el mundo histórico es el espíritu humano. “El modo de ser de la subjetividad como historicidad absoluta es su temporalidad” (Husserl). En consecuencia, el tiempo pensado en esta problemática nada tiene que ver con la idea de tiempo cronológico, es un tiempo intelectual o filosófico condensado en una atmósfera o ambiente de ideas que tienen influencia decisiva en las acciones o prácticas humanas. En este marco el tiempo sería un riel que indica ciertas direcciones o coordenadas de navegación para el transcurrir de los hechos históricos. Es en ese marco donde se inscribe la metáfora, también de Hegel, el “espíritu del tiempo” o el “espíritu de la época”. La historicidad es el pensar sobre la historia, pero es también captar la sensibilidad de un cierto ambiente, como si el enclave intelectual, la cultura y las ideas cobraran vida propia, incluso como componente ontológico para influir en las acciones de los hombres. Comprender el sentido del tiempo en relación con la historia, he allí el rasgo sustantivo de la historicidad. A modo pedagógico se podrían citar variadas y múltiples referencias. Por ejemplo, un tiempo de profunda religiosidad como el de la Edad Media europea sirvió para apalancar un movimiento como las Cruzadas. Un ambiente de crítica intelectual con aires liberales fue el marco en el que se desencadenó la Revolución Francesa. De la misma manera un tiempo signado por exacerbados nacionalismos preparó el terreno para la primera guerra mundial. La historicidad en este aspecto constituye un plexo de sentido que permite explicar la acción socio-histórica para dotarla de contenido, y es además un componente analítico del que se sirve el investigador de la historia en su narrativa. Eso no significa que sólo constituya una apelación post facto. Grandes pensadores han dado cuenta de la historicidad como actores e intérpretes del presente como ocurrió con el Voltaire de la Revolución Francesa y el Hegel de la era napoleónica y de la Restauración. También conviene precisar que la historicidad se liga comúnmente a la idea de cambio, pero especialmente al tipo de cambio que la vida humana puede esperar cuando brote el contenido de la historicidad. El epistemólogo venezolano Rigoberto Lanz. (1993) señala que es la Ilustración como paradigma gnoseológico de la modernidad la que incorpora la historicidad como horizonte de sentido del pensamiento y de la práctica social. (p.29). Un debate medular a propósito de la historicidad es si la historia humana marcha hacia un lugar o una dirección, esto es, si la historia tiene un sentido. La filosofía de la Ilustración postuló que la historia marchaba hacia el progreso. Hegel escribió que la historia tenía en su carga teleológica reconciliarse con la razón en la finalidad de la libertad. Marx elaboró el relato de una historia que conducía hacia la “sociedad sin clases”. En tanto Nietzsche disuelve el “gran sentido” elaborando una severa crítica al tiempo homogéneo y lineal de la concepción judeo-cristiana hasta decantarse a favor de una noción de sentido anudada a la vida, en la que se pueda hacer lectura de las sociedades humanas conviviendo en distintos climas morales. Se abre así el juego hacia un pensamiento de la perspectiva, entonces cada pueblo o cada sociedad construye una dirección o sentidos diferentes. Desde esta modesta bitácora sostenemos que no hay “leyes de la historia” ni puntos de llegada a la manera de “tierra prometida” prefiguradas desde la modernidad o desde el historicismo marxista. Pero tampoco suscribimos planteamientos nihilistas de absoluta disolución del sentido no sólo de la historia sino de la realidad. La historia no puede ser vista como un mero devenir mecánico de sucesos; a la realidad humana no se le debe dar lectura como una vorágine de pura sucesividad. La realidad humana como “humanidad vivida” y concienciada del “tiempo que la vida es” (Heidegger) en su historicidad, comporta algo de anticipación, de meditar cursos de acción, de prefigurar proyectos y lidiar con “lo contingente”. Naturalmente el tiempo que “la vida es” tiene una enorme carga de pasado, por eso es historia y temporalidad, pero es también tradición, cuerpo de ideas, conciencia, capacidad de anticipación, proyectar hacia el futuro, eso sí, a contrapelo de contenidos proféticos o mesiánicos. Tomamos distancia neta de un sentido totalizante o trascendental, pero si se disuelve por completo el sentido no ya de la historia sino “en la historia”, una gruesa parte de la historia quedaría sin explicación incluyendo acontecimientos brutalmente trascendentes. Me parece que en la evolución de las instituciones, en el avance del conocimiento y en las expresiones culturales se encuentra un basamento muy fuerte para sostener que no se puede plantear ese extremo de una historia de sucesividad pura en un escenario de “abolición del sentido”. Profesor de Postgrado. Investigador en historia Investigador en filosofía de la ciencia. Referencias Dilthey, Wilhelm. (1944). El mundo histórico. Edit. Fondo de Cultura Económica. México. Marcuse, Herbert. (1972). Razón y Revolución. Alianza Editorial Madrid. España. Lanz, Rigoberto. (1993). El Discurso Posmoderno: crítica de la razón escéptica. Universidad Central de Venezuela. Caracas.

jueves, 14 de abril de 2022

LA HISTORIA Y LA FILOSOFÍA DE HERÁCLITO / Ángel Américo Fernández

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Una pregunta central cuando se aborda el tema antropológico en el pensamiento de la antigua Grecia, es si los griegos, aparte de ser diestros historiadores, desarrollaron un sentido de la historia. En las líneas que siguen nos proponemos hacer una incursión en la filosofía de Heráclito de Efeso para establecer si en este pensador habitaba nítidamente una filosofía de la historia. Sobre este tópico el pensamiento de Heráclito es una cantera muy rica, porque abordó en profundidad muchos asuntos humanos y buscó desentrañar las leyes de la naturaleza en sincronía con sus implicaciones en la historia. Heráclito al tematizar sobre la ley, la felicidad, la guerra y la justicia mostró su preocupación por la historia. Más, en Heráclito hay un orden universal regido por el “Logos” (Ley eterna, Razón, Lenguaje). En su pensamiento, la naturaleza y la historia están sujetas al logos; la historia y las leyes humanas se nutren de él en cuanta ley eterna que subyace y gobierna el flujo de los fenómenos. En este tema heraclíteo seguimos de cerca al maestro Rodolfo Mondolfo que se ha pronunciado por mantener el término griego “Logos” “para conservar la amplitud de significados y la aureola de su misterio” (1971, p.157). Así también empalma con la interpretación del “logos como ley ligada con el ininterrumpido acontecer de los fenómenos (Di Sandro, 1954, en Mondolfo, Ibíd. P.159). En esta línea, se va articulando una argumentación que fundamenta el “Logos” como exposición de la verdad y clave de la comprensión de la realidad universal, la ley de la existencia cósmica, que es arquetipo de las múltiples leyes humanas. No cabe duda de que esta visión ubica a la historia como una esfera menor, la historia es determinada, el movimiento histórico es hijo del logos. A tenor de la huella de de W. Jaeger en su Paideia I, Rodolfo Mondolfo va hilando una interpretación donde conecta el logos de Heráclito con el mundo histórico. A su juicio, ya en ese autor se encuentra el logos heraclíteo “como un conocimiento del que derivan la palabra y la acción: el conocimiento del ser se encuentra en él en íntima conexión con el orden de los valores y con la orientación de la vida”. En consecuencia, con la palabra, acción y valores entramos en el territorio de la historia, “el cosmos tiene su ley como la polis”. Es el modelo griego donde el campo de lo humano no está autonomizado del orden cósmico. “Es solamente el logos el que comprende la ley divina en la que se alinean todas las leyes humanas […] espíritu del cosmos que todo lo gobierna y que actúa también en el espíritu del hombre (Ibíd., p.163). Entre los asuntos humanos tratados por el filósofo de Efeso, está la felicidad que asocia esencialmente a los bienes del espíritu. En lo que sigue apelaremos a los Fragmentos de Heráclito (Ed. ORBIS, Barcelona, 1983). En la entonación de lo específicamente humano, hace énfasis en el papel de la guerra para establecer cierto orden en la historia. Así afirma: “La guerra es padre de todas las cosas y el rey de todas, a los unos los revela dioses, a los otros cuál hombres; a los unos los hace libres, a los otros esclavos” (Heráclito, fragmento 53). Un conocido experto en la obra de Heráclito ha apuntado que “Discordia y guerra gobiernan los procesos individuales y sociales. El hecho que en forma más patente nos descubre el cambio incesante del orden social es la guerra. (Farré, L, 1983, p.134). De esta manera la guerra es valorada dentro del conjunto del proceso cósmico, es parte esencial de ese movimiento universal regido por la lucha de contrarios que genera la potencia para engendrar todas las cosas. Aparece entonces el Heráclito dialéctico, el de las tensiones opuestas, éstas se dan en el cosmos y tienen su alineación en el terreno de la historia. En este sentido, la lucha de contrarios dentro de su misma unidad, [unidad de tensiones opuestas] está vinculada a la doctrina del flujo universal que viene del logos. “La experiencia enseña que en el fluir, tanto material como lógico y espiritual, los contrarios se suceden a los contrarios (Ibíd., p.132). La fluidez y la mutación universal tienen consecuencias en el plano lógico y epistemológico porque se rechaza la uniformidad del ser y se abre el entendimiento hacia la captación de la multiplicidad y la variedad. “El mundo es lo que es porque varía, porque no se estabiliza en una modalidad única. Conocer también es un progresar a través de razonamientos que pasan de unos a otros conceptos. (Ibíd., p.133). Desde esta perspectiva, aprehender el mundo real y, al propio tiempo, su expresión en el conocimiento, implica necesariamente asumir la discordia y la lucha de contrarios dentro de la unidad [coincidentia oppositorum]. “Lo contrario se pone de acuerdo; y de lo diverso la más hermosa armonía, pues todas las cosas se originan en la discordia” (fragmento 8). Así, en contra de la visión del ser como uno, eterno e inmutable y a distancia neta de una concepción monológica y cerrada del conocimiento, sostiene Heráclito que “Los hombres ignoran que lo divergente está de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas, como la del arco y la lira (fragmento 51). Tal parece que el mundo y la experiencia del mundo devenida conocimiento no podrían darse prescindiendo de la diversidad, de la multiplicidad, y en esa variedad juegan un papel central, la discordia, las tensiones opuestas y la guerra. Asimismo, cuando el filósofo de Efeso se refiere al mundo histórico, parece muy atento a envites de un campo no humano. La historia para este pensador se encuentra influida por la intervención de los dioses: “a los muertos por Ares [en la batalla] los honran dioses y hombres” (fragmento 24). En la línea del imperio del “Logos”, tenía la convicción de que un espíritu inmanente a la realidad, a partir de sí mismo, se constituye en el demiurgo de la naturaleza, la historia, el derecho y la moralidad. “Este cosmos, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que siempre ha sido, es y será eternamente viviente, que se enciende según medidas y se apaga según medidas (fragmento 30). El peso determinante del “Logos” y la tesis de las vicisitudes cíclicas que viene de culturas orientales impregnan su pensamiento histórico. A este respecto, su concepción de que el mundo humano está alineado con las leyes divinas y su idea de ciclos que permanecen dentro de un orden cósmico necesario, hacen imposible pensar en un sentido de la historia al modo de un progreso donde el hombre pone los ladrillos hacia el futuro apalancando fuerzas políticas, morales o culturales. Y si esto está negado, no hay filosofía de la historia. La filosofía profunda de Heráclito tiene un gran destinador: el “Logos”. *Profesor de Postgrado. Investigador en filosofía de la ciencia. Referencias Parménides -- Heráclito (1983). Fragmentos. Traducción y comentarios de Luis Farre. Edit. ORBIS. Barcelona, España. Mondolfo, Rodolfo (1983). Heráclito. Textos y problemas de su interpretación. Edit. Siglo XXI. México.

martes, 5 de abril de 2022

Epistemología de la historia / Ángel Américo Fernández

El presente ensayo nada tiene que ver con metodologías ni con las técnicas materiales para la investigación disciplinaria en el campo de la historia. La apelación a la epistemología implica interrogar sobre los "fundamentos" en un determinado dominio del saber; abarca sobremanera, los perfiles cognitivos, los sistemas de pensamiento y los programas teóricos. Para el caso que nos ocupa, se puede decir para comenzar, que la historia tuvo la desventura de entrar en la modernidad filosófica por la puerta trasera. Descartes, a quien se la adjudica el papel de fundador de la filosofía moderna se encargó de defenestrar a la historia del campo de las ciencias porque no cumplía con el ideal de la evidencia y de la exactitud matemática. Decía Descartes que el conocimiento obtenido por la vía de lecturas históricas no es fiable porque “las fábulas hacen que se imaginen como posibles muchos acontecimientos que no los son, e incluso las más fieles de las historias, si no llegan a cambiar ni aumentar el valor de las cosas para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten al menos, casi siempre las circunstancias más bajas y menos ilustres”. De modo que aquellos que acogen sus costumbres de acuerdo a modelos de esas historias “se exponen a caer en las extravagancias de los paladines de nuestras novelas”. (1980, pp. 67-68). Es en el pensamiento de Kant donde se encuentran antecedentes claros de una tentativa para fijar un campo de los asuntos humanos. Este pensador que había orientado sus esfuerzos a fundamentar las ciencias experimentales desde la “razón pura” con la facultad de fijar conocimientos “a priori” desplegada por un sujeto trascendental, no dejó las cuestiones sociales a la intemperie; por el contrario, resguardó los asuntos capitales del hombre como asunto de la ética y de la razón práctica. De modo que hay en su obra un campo delimitado de “objetos” para las ciencias humanas. La historia le interesó a Kant en cuanto ésta plantea problemas morales. De hecho uno de los ensayos de Kant se titula Idea de una historia en sentido cosmopolita (1981), donde plantea temas como convivencia, racionalidad, progreso, destino, humanidad y ciudadanía universal. En el contexto de la modernidad tardía, Kant había planteado el imperativo de que la historia tenía que ser filosófica; pues bien G. W. F. Hegel recoge el testigo y asume como proyecto teórico una historia universal conformada como sistema, el más gigantesco sistema filosófico elaborado hasta el presente. Hegel parte del espíritu (Geist); el espíritu absoluto es el demiurgo de la historia. Más, pese a que Hegel parte de una premisa espiritual, cuando le toca encarar la tarea de historiador, lo hace apegado a lo humano, con base a la primacía de los hechos. Esta “jugada” rebasa cualquier mirada sumida en la nube idealista. El procedimiento empírico de Hegel en cuanto al análisis histórico es particularmente extraño si se considera solo el marco del idealismo. Hegel sostenía más bien que cualquier elemento teleológico de la historia tiene que ser derivado de estudios en la base empírica, pues “las realidades de hecho son la base de la historia”. Pero, -y he allí un aporte fundamental- asume que los hechos no bastan. No es suficiente un estudio meramente empírico. En este punto Hegel exhibe influencia de temas kantianos porque sostiene que no se puede ir sobre los hechos en forma ciega, sino que el historiador debe estas equipado con las coordenadas de una teoría adecuada. Por esto, su empeño de dotar a la concepción histórica de conceptos y categorías para abordar con propiedad la faz como la historia se muestra al pensamiento. Así, mientras el historiador debe ahondar y desmenuzar los hechos, en cambio identificar las categorías sólidas y la teoría iluminadora es tarea de la filosofía. La historia tenía que ser filosófica. El otro aporte sustancial de Hegel es transpolar desde el espíritu la dialéctica y la negatividad a la historia. No hay nada fijo en la historia, todo es acontecimiento en devenir. La historia tiene que ser aferrada en movimiento para pensar el cambio y la transición en el tiempo. La historia es una perenne sucesión de pueblos y civilizaciones. El cambio o la variación son inherentes a la dialéctica (Filosofía de la historia. Lecciones, P, 47). La dialéctica, que en la lógica de Hegel aparece vinculada a las oposiciones y contradicciones en el pensamiento con su respectivo correlato en el orden ontológico, aparece en su filosofía de la historia ligada al cambio ante el torbellino devorador del tiempo. “El tiempo es el elemento negativo del mundo sensible” (Hegel). Así, las formas dadas, en virtud de su dialéctica interna están condenadas a desaparecer para que surjan “formas nuevas”. En la segunda parte del siglo XIX cobró auge la llamada Escuela histórica alemana en el contexto del Romanticismo. Uno de sus más conspicuos exponentes es Leopoldo Ranke. Su objetivo inmediato era deslastrar la historia de la problemática filosófica y tomar distancia de las filosofías más influyentes como la de Hegel. En esa línea sostenía que la historia “Sólo quiere mostrar lo que realmente sucedió” (Ranke en Moradiellos, 1999, p.156). Estamos en presencia de una metódica de origen empirista-positivista en la disciplina histórica que privilegia un recorte “descripcionista” apuntalado en “lo dado”, el dato expuesto ante los sentidos en una concepción según la cual “los hechos hablan por sí mismos”. Ranke expone la apoteosis del documentalismo. Más, este pensador afanado por la objetividad, en varios pasajes de su obra habla de los grandes hombres de la historia en cuanto “espíritus originales”, y de los Estados como “seres espirituales reales” o “ideas de Dios”, lo que demuestra que Ranke no pudo desmarcarse de la filosofía. Las categorías filosóficas siguen anudadas en el pensamiento de Ranke: fuerza, “seres espirituales”, “divinidad” entre otros. “En esta manera de hablar sigue advirtiéndose hasta que punto Ranke continúa en el fondo vinculado al idealismo alemán” (Gadamer, 1984, p.269). En la misma atmósfera intelectual de la Escuela histórica alemana se alza el genial aporte de Wilhelm Dilthey. Los desvelos teóricos de este autor estaban vinculados a una fundamentación de las ciencias del espíritu (1883) para diferenciarlas en forma neta de las ciencias de la naturaleza. La premisa medular es que los fenómenos históricos están dotados de espíritu; en cambio, las ciencias de la naturaleza suponen un “observador” en una posición de “exterioridad” que busca relaciones de causalidad para registrar regularidades empíricas en beneficio de formular leyes necesarias o universales. Pero los fenómenos de la naturaleza no tienen espíritu ni lenguaje. Sólo los actos humanos tienen un espíritu. Así, las acciones, batallas, Estados, Iglesias, leyes y creaciones culturales son portadoras de “espíritu”. Esta diferencia tiene implicaciones a nivel de método. Frente al principio de explicación (Erklären) del modelo de las ciencias naturales que buscan regularidades empíricas y leyes universales del cosmos, Dilthey esgrime la comprensión (Verstehen) para el abordaje del mundo histórico, los productos culturales, leyes, sistemas de pensamiento, religiones y toda la impronta de la creación humana. “El conjunto de las ciencias que tienen por objeto la realidad histórico-social lo abarcamos en esta obra bajo el título de “ciencias del espíritu”. […] Estos hechos espirituales que se han desarrollado en el hombre históricamente y a los que el uso común del lenguaje conoce como ciencias del hombre, de la historia, de la sociedad, constituyen la realidad que nosotros tratamos, no de dominar, sino de comprender”(Dilthey W. p.13). En el declinar del siglo XIX, el debate sobre la fundamentación epistemológica del mundo histórico no estaba clausurado. La Escuela de Baden entra en la polémica con la densa contribución de W. Windelband, quien en 1894 hace la distinción entre ciencias nomotéticas que buscan leyes generales para explicar fenómenos naturales y, en otro campo, las ciencias ligadas a la cultura o mundo histórico, a las que llama ciencias ideográficas, que se ocupan de comprender los fenómenos individuales e irrepetibles. Sin embargo, la empresa de una ciencia sólo de lo particular es insostenible. Desde que Hegel dio forma y contenido a la dialéctica entre lo particular y lo universal, dejó una impronta analítica para el resto de los tiempos. Otra expresión en debate es la contribución de Ernst Cassirer que trata de penetrar en la historia mediante una filosofía de las formas simbólicas. La postal que envía Cassirer es la facultad del espíritu humano para experimentar el mundo a través de la mediación de ciertos sistemas de formación de signos y significados como el arte, la ciencia y la religión, a los que llama formas simbólicas; éstas tienen un origen espiritual en cuanto a su carácter de cosmovisiones. El lecho de los símbolos constituye la potencia para poner en marcha operaciones trascendentales, cuestión metódica para penetrar profundamente en la historia. Cada forma simbólica es independiente con respecto a la otra, cada una tiene su propia estructura y lenguaje, aunque comparten todo un origen espiritual. Cassirer, aparte de poner de relieve el mito, la religión, la ciencia y el propio pensamiento histórico, su apego a las operaciones trascendentales parece pecar por exceso. Ciertamente, se pretende elevar las ciencias históricas al status de una metateoría, pero el precio es demasiado alto, por cuanto se estaría sacrificando el teatro agonal de las pasiones humanas. En efecto, da la impresión de que se establece un divorcio con respecto al contexto objetivo de formación genética de los fenómenos históricos. Queda sin explicar “el proceso histórico en que estas “formas” [simbólicas] se constituyen, el plexo de la tradición en que la cultura es transmitida y se torna objeto de apropiación” (Habermas, 1996, p.89). Finalmente, en el siglo XX, las reflexiones epistemológicas a propósito de la historia se encuentran vinculadas al pensamiento de Michel Foucault que se ha pronunciado por la necesidad de abandonar los esquemas lineales que glorifican un origen y la marcha unificada hacia un final. Foucault quiere hurgar en los pliegues, en las fisuras y singularidades que a veces se ocultan en la narrativa. Encarar el presente supone no dar por sentado un origen “glorioso” de los hechos sino atrapar los acontecimientos históricos precisos, incluso si es menester remontarse a “los bajos fondos”. La genealogía debe hurgar en el cuerpo mismo de los sujetos “superficie de inscripción de los acontecimientos”. El cuerpo y la historia no son extraños, se enlazan, se atraviesan, se imbrican. Así, propone un análisis genealógico y una arqueología del saber “la finalidad de la genealogía es percibir la singularidad de los sucesos, fuera de toda finalidad monótona (Foucault, 1978, p.7). La genealogía está a contrapelo de una rapsodia de la evolución lineal, lejos de una historia unificada y coherente que augura un final en la tierra prometida; la genealogía busca en cambio, hurgar en la dispersión, en la desviación, “nada que se asemeje a la evolución, al destino de un pueblo (Ibíd., p.15). En La Arqueología del saber se plantea que la historia redonda del orden, armónica y unificada pertenece a una época clásica; hoy, pensado contemporáneamente, se impone horadar en los esquemas de la continuidad; se trata de romper con lo homogéneo, deslizar el pensamiento histórico para registrar allí en lo discontinuo, en las desviaciones “Se trata –dice Foucault- de detectar la incidencia de interrupciones…cuyo estatuto y naturaleza son muy diversos” (1979, p.5). No cabe la menor duda de que la concepción clásica de la historia con su armonía, su continuidad lineal, su propósito coherente y su centro unificador, constituía una plaza privilegiada para el sujeto. El sujeto aparecía como el gran timonel de la historia, el que garantizaba la unidad acompasada de la historia hacia un futuro esclarecido. Pero en la Arqueología del saber “Foucault ubica sus investigaciones en la dirección de una crítica del sujeto como conciencia soberana del devenir” (Martiarena, O, 1996, p.51). Hay en el maestro Foucault una crítica radical a toda teleología, a todo finalismo y a todo intento de dar por supuesto racionalidades universales. Se encuentra también una crítica a ese formato homogéneo y lineal que caracterizó a las diversas filosofías de la historia que auguraban un final esclarecido de la razón o el progreso. Hasta aquí un muy ajustado resumen que tan sólo aspira a hacer una reconstrucción de los distintos umbrales que atraviesan el debate sobre la epistemología de la historia. Se trata de visualizar la evolución en el tiempo del asunto de los fundamentos y las distintas sensibilidades de los programas teóricos que han contribuido al enriquecimiento de los dominios del saber sobre el mundo histórico. Referencias Descartes (1980), El discurso del método. Ed. Bruguera. Barcelona; W. Dilthey (1944). Introducción a las ciencias del espíritu. F.C.E., Foucault (1978). Microfísica del poder. Ed. La piqueta, Madrid. ; Foucault (1979) La arqueología del saber. Ed. Siglo XXI. México., Gadamer, H. (1984). Verdad y método. Ed., Sígueme. Salamanca., Hegel (1999). Lecciones de filosofía de la historia.. Ed. Alianza Editorial. Madrid. Habermas, J. (1996). La lógica de las ciencias sociales. Ed. Tecnos, España., Kant E. (1981). Idea de una historia en sentido cosmopolita. Ed. F.C.E. México Martiarena O. La inquietud por el sujeto en Fin del sujeto. Universidad Central de Venezuela. Caracas. Moradiellos( 2009). E. Las caras de clío Ed. Siglo XXI. Madrid.