domingo, 17 de abril de 2022

EL FORMALISMO RUSO / Ángel Américo Fernández

Formalismo ruso: La biografía intelectual del formalismo ruso se encuentra vinculada históricamente a dos centros de irradiación: el llamado círculo de Moscú fundado en 1915 y la nueva sociedad de la lengua poética Epoiaz creada en 1917. Esta fórmula recrea la versión oficial elaborada por Roman Jacobson. La mayoría de los actores de estos cenáculos del pensamiento eran teóricos de la literatura y estudiosos del fenómeno lingüístico, que en sus desafiantes investigaciones abarcaron un espectro muy diverso de problemas pero conservando un cierto “aire de familia”. Entre ellos se pone énfasis en los procedimientos lingüísticos más que en el contenido, se privilegia el interés por la médula creativa del lenguaje y se potencian argumentos para la fundamentación de una ciencia literaria “autónoma”, en la que la literatura misma sea delimitada como “objeto de estudio” a partir de las cualidades sensibles de sus propios materiales; ergo, la palabra y los métodos para hacerla poética. La empresa de fundar una ciencia está regida por la ansiedad de separar, excluir o echar a un lado todo aquello que se estime como metafísico, ideológico o subjetivo en cuanto estas propiedades son ponderadas como obstáculos en el camino hacia la objetividad. El Formalismo ruso no puede sustraerse de esta tentación. La concepción de su “objeto” en el “texto autorreferente” y sus “caracteres estéticos formales” ponía en el tamiz un esquema que implicaba una ruptura radical con la historia, la tradición y la vivencia de tipo psicológico. Los Formalistas rusos se plantearon efectivamente elevar la literatura al rango de conocimiento científico encontrando la cristalización de sus esfuerzos en una “poética formal”. Eso explica su distanciamiento neto del positivismo histórico con toda su carga de hechos, personajes y contexto. En esa misma línea marcan una ruptura con respecto al impresionismo literario; de éste le desentonaban la subjetividad, la vivencia y los “estados” de la conciencia. Estos dos momentos epistemológicos se resumen en una declarada “muerte del sujeto”. El asunto de los formalistas es el lenguaje poético. De allí que el eje de interés centrado en el estudio de la construcción de ese lenguaje, irá incardinado a una teoría que dé cuenta de las cualidades estéticas fundamentales de una obra literaria. Por tanto, su énfasis está en la forma literaria con sus procedimientos lingüístic
os, el texto empírico con sus distintos componentes materiales de sensibilidad, en especial el sonido, el grafo, la metáfora. En atención al enfoque de R. Jacobson (1973), más allá de la literatura el “objeto” sería la literariedad (literaturnost); esto es, los procedimientos formales que dotan en forma específica a una obra de cualidad literaria, remarcando la idea de que la literatura es el empleo poético del lenguaje. “La función poética, la poeticidad, como lo destacaron los formalistas, es un elemento sui géneris (Questions de poétique, pp.123-124). En ese periplo de constitución epistémica, el formalismo ruso va a correr en paralelo con un nuevo aire de la poética y la retórica de la tradición clásica, el interés por las cuestiones formales y el papel de los procedimientos literarios como vía científica incardinada a la exploración de la obra literaria en sí, independientemente de sujeto, vivencia e historicidad. Asimismo, cobra relevancia la retórica en el encuadre para enfocar las obras de la literatura. En este contexto, es posible hallar algunas conexiones entre el formalismo y el futurismo en cierto “espíritu del tiempo” de Europa a principios del siglo XX con implicaciones teóricas sustantivas: la consideración de la primacía del lenguaje sobre la forma, la posición principal del significante sobre el significado y el asunto cardinal de “la muerte del sujeto”. En efecto, el sujeto desaparece del campo de investigación y de reflexión; en lugar de sujetos lo que hay son estructuras lingüísticas, ritmo, metáforas, sonidos etc. Estamos en presencia de una teoría sin historia ni sujeto. Es en esta matriz de descontextualización donde germina la noción de texto autorreferente, la poética del lenguaje literario que va más allá del “objeto”, del “acaecer” o de la “vivencia”. Esa declaración se configura como idea-fuerza que gobierna la reflexión a propósito del lenguaje como fin en sí mismo, a contrapelo del lenguaje como simple medio cuando rige en la comunicación ordinaria. En sus Ensayos de Lingüística General (1963) afirma Jacobson “La orientación (Einstellung) hacia el mensaje como tal, el acento puesto en el mensaje por su propia cuenta, es lo que caracteriza la función poética del lenguaje” (trad.fr., p.218). El mensaje se autonomiza del referente, la palabra misma se torna “tormenta estética”; primado del significante sobre el significado. El verso, la musicalidad o la metáfora provocan una total “diseminación” del sentido. Tal como afirma Todorov en Teorías del símbolo (1981) “El empleo poético del lenguaje se distingue de los demás usos por el hecho de que el lenguaje es percibido en sí mismo y no como mediador transparente y transitivo de “otra cosa”[…] El lenguaje poético es un lenguaje autotélico” (P.410). El lenguaje es un fin en sí mismo. No hay que apelar a sujeto, historia, subjetividad o vivencia. El mensaje explota como creación y finalidad. Asimismo, R. Jacobson dará consistencia a los rasgos formales que identifican los materiales del lenguaje literario y que lo facultan para cumplir funciones muy distintas al lenguaje común. En su trabajo sobre los Formalistas rusos condensado en su libro Crítica de la crítica, Tzvetan Todorov (1991) apela a una comparación funcional entre el lenguaje ordinario y el lenguaje poético. En este sentido, “mientras en el lenguaje ordinario domina una función práctica y comunicativa, es medio y no fin, busca transmitir algo de una “exterioridad”; es, para emplear una palabra sabia, heterotélico. Al contrario, el lenguaje poético, tiene su justificación y todo su valor, en sí mismo; es su propio fin y ya no un medio; es pues, autónomo o, mejor, autotélico” (p.19). Es en esa médula donde se fundamenta una definición funcional del lenguaje poético con un énfasis en lo que hace más que en lo que es, haciendo descansar su consistencia en las formas lingüísticas que hacen posible sus funciones para realizar su autotelismo. En los trabajos de los formalistas cuando se encara la pregunta “¿Qué es un lenguaje que no se refiera a nada que le sea exterior? Es un lenguaje reducido a su sola materialidad, sonidos o letras, un lenguaje que rechaza el sentido” (Ibíd., pp.19-20). La tesis más extrema del lenguaje autotélico se encuentra en el Zaum, lenguaje transmental, un lenguaje que rebasa por completo las categorías tradicionales de la recepción que hace la mente de la realidad, un lenguaje más allá de las palabras, una cascada del significante, poesía de sonidos y de letras para generar una experiencia estética que es imposible entender en los límites binarios del significante/significado. En relación a la estética del formalismo hay una total asimetría con respecto a modelos gnoseológicos empiristas o racionalistas de la representación clásica, pues se explica que la imagen poética no es para hacer más asequible la realidad sino todo lo contrario. Es la huella de la tesis de V. Chklovski seguida de cerca por Todorov “La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; el procedimiento del arte es el procedimiento de la forma difícil, que aumenta la dificultad y la duración de la percepción” (Ibíd., 1991, p.29). Y es allí donde brota otro carácter distintivo del formalismo condensado en el lienzo estético que conduce a la “obstaculización de la forma”, que se logra complicando la forma, poniendo un velo sobre ella, lo cual no excluye el envite de desestructurar la sintaxis en el texto. El lenguaje literario en su despliegue genera una “demora” o una situación de “diferimiento” del sentido, cuando no una dislocación completa del sentido e incluso, los propios sonidos o las funciones de otros de sus materiales pueden mostrarse como autónomos o no vinculados al sentido. Entonces, a diferencia de la lingüística pionera de F. Saussure, que declaraba la primacía del significado sobre el significante, el formalismo ruso dirá que un rasgo central del lenguaje literario es la primacía del significante sobre el significado. En el lenguaje literario, la forma no es un mero recipiente del sentido, no hay oposición entre fondo y forma; la forma es el conjunto de los valores estéticos, y la única oposición que cabe hacer, en rigor, es entre textos literarios y textos que carecen de propiedades estéticas. Ya en este terreno es posible penetrar en otra característica del lenguaje literario condensada en la “desautomatización” de la percepción de la forma. En efecto, como deriva de lo apuntado sobre la diseminación del sentido y el dominio del significante, se puede constatar que la captación del sentido es automática en el uso del lenguaje ordinario; por oposición a ello, en cuanto entran a funcionar los componentes materiales del lenguaje poético, la “automatización” se evapora; se desliza el obstáculo hacia la percepción, ésta es demorada, lo cual obliga al receptor de la obra a detenerse, a prestar atención cuidadosa ante el grado de dificultad intrínseco al desafío propuesto. Se hace realidad la “desautomatización”. En este cuadro conceptual, la imagen poética se yergue como una estructura maravillosa que sirve al propósito de singularizar los objetos, pero está dotada al propio tiempo de la fuerza misteriosa para producir un extrañamiento (Ostranenie) en el receptor ante “lo bello” o “lo feo”, “lo sublime” o “lo siniestro”. Se trata de que el efecto “significante” puede contener una especie de velo que hace extraño el “objeto” referido o el acontecimiento. En la Fenomenología del espíritu de Hegel, el “extrañamiento”, del alemán Entfremdung, es una condición en la que la conciencia aparece “alienada” o escindida de la realidad o mundo a la que pertenece, determinando una vivencia fenomenológica de desunión o desposesión. En todo caso, el “extrañamiento” implica un sí mismo y un no reconocimiento de sí mismo en esa realidad. Frente a la autoconciencia se erige “una realidad extraña a ella…y en la que la autoconciencia no se reconoce”. Entonces en lugar de una “apropiación” que sería el momento del conocimiento en la unidad entre sujeto/objeto, la conciencia atraviesa la experiencia del desgarramiento y la enajenación. (Hegel, 1983, pp. 286-290). Pero en este caso ya no estamos en una problemática lingüística sino fenomenológica. Es claro que el “extrañamiento” introduce un elemento nuevo y anómalo en el sistema teórico formal, toda vez que establece una cierta conexión con lo real o con “mi percepción” de lo real, lo cual supone necesariamente un sujeto. Algunos críticos ven en esta característica en particular, una grieta en el tegumento del formalismo, pues el término o experiencia del “extrañamiento” al ser de origen fenomenológico rebasa el mero tablero lingüístico dejando maltrecha la tesis del “lenguaje autorreferente” como único protagonista. Y he allí la paradoja, por cuanto el formalismo ruso desde sus bases había tomado distancia y provocado una ruptura con respecto al sujeto y la subjetividad. Por su parte, V. Todorov, en sus estudios sobre los Formalistas rusos al comentar sobre el “extrañamiento” o “distanciación” subraya que ésta “no es más que un ejemplo de un fenómeno más amplio que es la historicidad de las categorías que usamos para distinguir los hechos de cultura: éstos no existen en lo absoluto, a la manera de las sustancias químicas, sino que dependen de la percepción de quienes los utilizan” (Crítica, ob.cit, p.34). En verdad que el concepto de extrañamiento pasado como “rasgo de un formalismo” hace demasiado ruido hasta el punto de generar un ambiente de discurso inconsistente. En la etapa final de disolución del Formalismo como grupo activo 1926- 1930, la teorización de un Juri Tinianov anuncia el canto de cisne del autotelismo del lenguaje. En su ensayo Sobre la evolución literaria que citaremos de la Antología sobre los Formalistas rusos (1978), se horadan seriamente las tesis más radicales sobre “el lenguaje que habla de sí mismo”, para abrir las puertas al contexto histórico y a la consideración de la literatura y de la obra literaria como un sistema. Luego, la importancia no descansa sólo en la forma, sino que es esencial la función de las partes y la conexión de las partes con el todo. Tinianov en su trabajo sostiene que cada sistema refleja un segmento homogéneo de la realidad al que llama serie. Así, aparte de la serie literaria existen también series científicas, culturales musicales, teatrales y series de la vida social, económica o de hechos políticos. “Es necesario convenir previamente en que la obra literaria constituye un sistema y que otro tanto ocurre con la literatura. Únicamente sobre la base de esta convención se puede construir una ciencia literaria que se proponga estudiar lo que hasta ahora aparece como imagen caótica de los fenómenos y de las series heterogéneas. Por este camino no se deja de lado el problema del papel de las series vecinas en la evolución literaria; por el contrario, se lo plantea en forma verdadera” (Tinianov, p.91). Y este papel de las series vecinas es fundamental por cuanto entre las series vecinas está la vida social con la que la literatura se correlaciona. Apunta Tinianov “La vida social entra en correlación con la literatura ante todo por su aspecto verbal. Lo mismo ocurre con las series literarias puestas en correlación con la vida social. Esta correlación entre la serie literaria y la serie social se establece a través de la actividad lingüística”. La literatura tiene una función verbal en relación con la vida social” (Ibíd., 97-98). Cuando focaliza el tema grueso de la tradición, Tinianov señala que la evolución de la literatura está imbricada a la idea de “sustitución de sistemas”. Estos cambios “no suponen un reemplazo repentino y total de los elementos formales, sino la creación de una nueva función de dichos elementos” (Ibíd., p.101). Como dato crucial hay allí la idea de evolución o cambio de época, se registra la historia, en tanto la literatura es sacada de su campo cognitivo “autónomo” y, al propio tiempo, se habla de “hecho literario”, esto es, producto humano dotado de temporalidad, devenido categoría histórica. En esta línea de interpretación, el contexto literario y la perspectiva diacrónica que implica tiempo, evolución e historia son recuperadas. De esta manera se produce un punto de inflexión porque se evita que el formalismo ruso se quede anclado en una poética exclusivamente lingüística para abrirse hacia el contexto y la tradición literaria. Asimismo Todorov, un autor que mantuvo un vínculo de admiración y crítica a la vez con respecto al Formalismo, en diversos trabajos se encarga de dar su contribución para desmontar el autotelismo del lenguaje. Cuando tematiza el ritmo, por ejemplo, insiste en que no se le debe dar lectura como elemento autosuficiente “con significado por sí mismo”, pues no está aislado del significado poético ni de la sintaxis ni de la imagen. En esta mirada emerge un nuevo registro de cara a desarticular los presupuestos más duros y dogmáticos del formalismo. En su reflexión empiezan a verse como muy importantes el contexto histórico y la tradición literaria. Entonces el formalismo queda atemperado y se llena de vida y de vida histórica. Definitivamente no es deseable ni de rigor teorético hablar de lenguaje literario como una modelística formal despojada de contenido histórico. Y es que pese a sus pretensiones iniciales, el formalismo ruso no puede escapar de la influencia de una tradición. En su médula se encuentra la huella de la antigua retórica griega con toda la riqueza de sus giros y recursos del lenguaje. En la historia del Formalismo ruso, Tzvetan Todorov distingue tres concepciones del lenguaje en literatura. La primera, no en el tiempo sino en el orden de importancia, es la que postula el autotelismo del lenguaje poético. La segunda, que sería en el tiempo la primigenia, es la concepción incubada en los estudios de V. Chklovski donde enfatiza que la percepción poética es necesariamente la experimentación de la forma. Según esto, no es el lenguaje el que sería autotélico, sino su recepción por el lector o el oyente. Y, finalmente, una tercera concepción, donde el aporte de J. Tinianov disuelve la noción misma de lenguaje poético y la sustituye por “hecho literario”, categoría histórica. Tinianov, a juicio de Todorov, no deja espacio para un conocimiento autónomo de la literatura, pues su fórmula conduce hacia dos disciplinas complementarias: una ciencia de los discursos que estudia formas lingüísticas estables, y una historia que se hace cargo de la noción de literatura en cada época dada (Crítica, ob.cit., pp.24-36). En perspectiva, la contribución del formalismo fue fundamental para el dominio de la poética, contribuyó a dotar de contenido científico a los estudios sobre la lengua en la diversidad de sus expresiones, al tiempo que construyó fundamentos para abordar la literatura como objeto de comprensión. Habría que añadir que las investigaciones de los Formalistas constituyeron un paso necesario para el desarrollo literario, pues permitió explorar a fondo los distintos elementos y procedimientos lingüísticos que intervienen en la función poética. Con este tipo de estrategia metódica se consiguió “aislar” los materiales del lenguaje poético para estudiarlos en su especificidad, leerlos en su dimensión “positiva” de cara a formular una definición lingüística transhistórica de la función poética. Esta operación epistemológica fue fundamental porque permitió un avance inusitado de la teoría literaria, los métodos y recursos del lenguaje poético. Sin embargo, el precio de esta empresa fue la exclusión del contexto histórico y de la tradición. Por ello, es un terremoto lo que ocurre con la teorización de Tinianov. Con este autor es recuperada la historia y la tradición literaria. Ello constituye una reapropiación enriquecedora vista la literatura como campo de las ciencias humanas. Pero al propio tiempo, le impone a la literatura un pesado hándicap, pues es angostado el espacio para su estudio autónomo, en tanto la noción de lenguaje poético en el enfoque de Tinianov, queda francamente averiada. Referencias Hegel, G. W. F. (1983). Fenomenología del espíritu. Ed. Fondo de Cultura económica. México. Jacobson, Roman (1963). Essais de linguistique génerale. Ed. de Minuit. París. ______________ (1973). Questions de poétique. Edit. Seuil. París. Eichenbaum, Tinianov y otros. (1978). Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Antología. Ed. Siglo XXI. México. Todorov, Tzvetan (1981). Teorías del símbolo. Ed. Monte Ávila Editores. Venezuela. ______________ (1991). Crítica de la crítica. Ed. Monte Ávila Editores. Venezuela.

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